Me gustó mucho la marcha uribista del lunes 26.
Lo confieso de una: en mi paso por la Universidad Nacional y por la vida, estuve tentado varias veces de irme a la lucha armada. Fui detenido siete veces y en dos de ellas torturado, acusado de ser auxiliar de la guerrilla, como aparece registrado, entre otras, en “Muerte y tortura en el Caquetá”, CINEP (1982). De lo primero –de la lucha armada– me salvó Gramsci. De lo segundo –la represión del gobierno Turbay– la solidaridad de estudiantes, profesores y defensores de derechos humanos.
A quienes militamos en el Bloque Socialista y luego en la Unión Revolucionaria Socialista en los años setenta, los demás izquierdistas nos decían trotskistas, para ofendernos y estigmatizarnos. En realidad, nosotros creíamos primero –todo en la vida es un credo– en la insurrección urbana a la Rosa Luxemburgo y luego nos decantamos, la mayoría, por el proyecto de construir una nueva hegemonía ideológica en la sociedad, más cerca de Antonio Gramsci que de León Trotsky. Para convencer y conducir a la sociedad –como intelectuales orgánicos– de adoptar un nuevo paradigma de justicia y equidad, no nos servía la lucha armada. Esta nos alejaba de las masas. Nos servía más la palabra y el recurso a la razón. Por eso, los amigos de los demás movimientos izquierdistas nos decían que hablábamos mierda y discursos bonitos, pero que no éramos “consecuentes”.
En un aspecto sí estuvimos de acuerdo y dolorosamente equivocados, en la izquierda de los años 60, 70 y hasta los 80: creímos que se trataba de hacer la revolución y no la reforma. Todo reformista era, para nosotros, mamerto o liberal, que era como decir traidor a las causas populares. Ese tema está bien tratado en el volumen “No matarás”, del Informe Final de la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad, CEV. Un sector mayoritario de la izquierda no creyó en el reformismo por la vía electoral y, por su lado, las élites no aceptaron compartir el Estado con los de abajo, para hacer las reformas incluyentes y modernizantes. El resultado fue de horror: más de nueve millones de víctimas. Y sigue la cuenta.
El ahora presidente Petro pasó de la lucha armada a la lucha hablada, a la palabra, que es el instrumento de la política. Y como presidente disparó la primera ráfaga ideológica, política y ética en una lucha que apenas comienza. Ha dedicado la primera parte de su mandato a construir y difundir un relato académico, ideológico, político, económico –todo en uno solo– sobre el deber ser de la nación, del Estado y de la sociedad en transición hacia mayor democracia, mayor equidad, mayor solidaridad y desarrollo humano sostenible. Disparó la palabra hacia una nueva hegemonía política, un nuevo relato de sociedad. Y la derecha recibió el reto como un balazo al corazón. Le ha declarado la guerra ideológica con todos los juguetes. ¡Magnífico! En la calle nos vemos, pero con palabra y no con balas.
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La derecha recibió el reto como un balazo al corazón. Le ha declarado la guerra ideológica con todos los juguetes. ¡Magnífico! En la calle nos vemos, pero con palabra y no con balas
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Por eso me gustó la manifestación del lunes 26.
Para conducir la sociedad se trata de vencer y/o de convencer. La derecha colombiana venció en la guerra, recurriendo a menudo a métodos no legítimos (basta recordar los falsos positivos o la reelección de Uribe modificando un articulito de la Constitución). Esa derecha también convenció a muchos colombianos, con “el embrujo autoritario”, los que ahora están llenos de dudas. El presidente Petro se propone convencer, antes que vencer, a la sociedad y a las propias élites. En esas estamos.
Demos por ahora solo un ejemplo.
Las políticas neoliberales, promovidas por el Consenso de Washington, se impusieron a sangre y fuego, pero también porque convencieron a amplios sectores sociales: aceptaron reducir al Estado a su función extrema de seguridad y atención focalizada a los más pobres de los pobres; reducir impuestos a los ricos, convencidos de que eso los estimulaba a invertir y crear empleo; privatizar las empresas públicas, suponiendo que eso aumentaba la eficiencia; preferir importar del resto del mundo los bienes y servicios, más baratos y de mejor calidad, antes que industrializar al país y generar empleo digno. En fin, amplios sectores populares fueron convencidos de que la riqueza la creaban los ricos y no el trabajo humano. Una nueva ideóloga de este discurso ha surgido en las marchas uribistas: la señora Esperanza Castro.
Desde antes del neoliberalismo, el “desarrollismo”, promovido por el capitalismo, pero también por el socialismo, había supuesto que el crecimiento y el cambio técnico podían hacer uso ilimitado de los recursos naturales, de la energía fósil y de todos los ecosistemas. Para Lenin, por ejemplo, el socialismo era “energía eléctrica más dictadura del proletariado”.
Contra todos esos credos fallidos y sus consecuencias, el presidente Petro decidió levantar su voz, en los pueblos y veredas de Colombia, en los recintos de los empresarios y en las plazas públicas, en Lima y en Nueva York.
El discurso del presidente está siendo contestado por los gremios empresariales (me dio risa ver a mi colega de universidad, Javier Díaz, de Analdex, tratando de acomodarse al discurso de Mariana Mazzucato para darle línea al presidente), por la gran prensa y los voceros de la derecha uribista, la que el exsenador pide que no le llamen “extrema” derecha y a renglón seguido glorifica a la Meloni, la neofascista… ganadora en Italia. La Esperanza Castro de allá.
En esas estamos. Echando lengua y no bala. Así promete reverdecer la democracia. Gracias, gracias, gracias, maestro Antonio Gramsci y que viva Italia.