El amor es de esas cosas que no se pueden controlar, se asemeja tanto como las flores y las hojas cayendo en el otoño, ineludible en el transcurso del tiempo de la vida, prodigioso en algunos casos, como tan ordinario y cruelmente vulgar en otros; en el corto lazo de mi vida, en respondido a momentos efímeros que se esfuman tras el pasar de los años, pero hay ciertos santiamén que son en ciertas medidas utópicas, irremovibles de la memoria de un soñador como yo.
Eran los primeros días de enero, salí a caminar por las montañas que adornan el camino para llegar al pueblo, me incline a observar la arquitectura del antiguo pozo de agua y por pura inocentada tire una moneda que fue cayendo hasta llegar al fondo, sin perder su brillo. El viento corría con una acelerada magnitud, unos cabellos de color índigo rozaron mi hombro, una conexión iónica despertó en mi pecho, di la vuelta y me encontré con una mujer envuelta en pequeños remaches de tela, que dejaban al descubierto la magnitud unos volcanes sugestivos, junto con unas colinas compresivas con su esplendor. Volví entonces en mí, mi voluntad fue tocar, y palpar con las llagas de mis dedos lo que parecía un ensueño, el adverbio de tiempo correspondía al ahora, debía actuar de inmediato.
Mi alma congelada no permitía dar un paso, había apreciado en el transcurso de mis 50 años una variabilidad de vida, mi pasión correspondía a la biodiversidad, en ese momento, lo que hace años me afano y enloqueció, quedaba en el escalón más bajo de mis propósitos, porque era ahora esa mujer, mi aspiración máxima. En un esquema mental analice mis posibilidades, el dado apunto el número 5, ella en su más dócil gesto me sonrió, camine hacia ella como el más grande iluso, como un navegador perdido creí encontrar mi tesoro sobresaliente sin mayor obstáculo, ella bajo un marco temático me inspecciono, queriendo luego colaborar con mi afanosa angustia, sus cálidos pies blancos dieron un paso, luego dos y tres, hasta clavar su mirada impecable en mis ojos llenos de inquietud.
Sus grandes ojos eran de color cobalto, desprendiéndose hacia el centro en tono más oscuro, profundos, inquietantes llenos de interrogantes e incógnitas, era el arquetipo de arte más perfecto de la humanidad, su mentón pudiente se alzó sobre mis hombros pronunciándose en mi oreja, desplazándose paulatinamente en mi mandíbula, hasta llegar a la siguiente, mis labios tensos no pronunciaba palabra alguna, la oscuridad fue llegando tras las montañas, no sabía como agradecer las dádivas que me ofrecía esta mujer, baje la vanguardia y deje a un lado toda diatriba, me sumergí en las mareas que acompañan ese barco de madera fina y oprimí su pecho contra el mío, sentí el huracán del cosmos recorriendo las calles de Oslo, subiendo por las torres de Londres, transitando el paisaje fogoso de Escocia y saboreando la ciabatta de mi tan amada Italia.
Los pocos trapos que le adornaban cayeron, asomándose por la luz de la luna, pequeños lunares taciturnos jugando a ser encontrados bajo el espiral del brazo de norma, los ejes cardinales de su cuerpo se acoplaban con exactitud a las esquinas de mis caderas, moldeando un mandala sensitivo e interno, marcado en el ala de nuestras almas, formando un laberinto profundo e intrínseco que nos condujo a nuevos mundos, conduciéndonos a la gracia total y exhaustiva de estar en compañía.