Resultaba impensable creer que, en Colombia, una persona que en otrora tomase las armas para combatir el orden establecido, llegara a la más alta magistratura de la nación.
Con más de 11 millones de votos, Gustavo Petro Urrego logró conquistar en franca lid la presidencia de la República en un país históricamente liderado por antiquísimas estirpes bipartidistas, grupos económicos que históricamente han monopolizado la producción y poderosas familias de larga tradición política.
Petro el economista; Petro el congresista, Petro el político. Petro el exguerrillero; como si el haber sido guerrillero fuera un delito menos atroz que el haber sido elegido con dineros o apoyos del narcotráfico, o lograr la máxima magistratura sobre miles de cadáveres víctimas del paramilitarismo, o perpetuarse en el Poder después de ser responsable de más de 350.000 muertes en la época de “la violencia” posterior a la muerte de Gaitán. No quiero que me malinterpreten, pero si en algo se ha caracterizado la Colombia republicana, es que su historia ha estado marcada por múltiples conflictos armados donde la multiplicidad de actores, se han asido o, por el contrario, han buscado afanosamente el poder por medio de la ilegalidad.
Sí, de uno de esos combos viene Gustavo Petro Urrego, el presidente electo de la República de Colombia, pero debemos dejar en claro que logró la presidencia no bajo el uso de las armas, sino al amparo de los espacios ofrecidos por la institucionalidad y de una adolescente Constitución que él, y el grupo del que hacía parte, fue responsable en su debate, redacción y proclamación.
Ese mismo grupo que nació del descontento popular contra el Frente Nacional (mecanismo de alternancia del poder acordado entre liberales y conservadores) y que se vio obligado a tomar las armas para hacerse escuchar en un contexto excluyente y violento; ese mismo grupo de jóvenes idealistas que en vez de hacer una emboscada a un grupo de militares para mostrarse ante la opinión pública, decidió robarse de un Museo una espada vieja y oxidada, la del Libertador Simón Bolívar, para así “devolverla a la lucha hasta que la libertad de la Patria no estuviera asegurada”.
Cometieron sacrilegios tales como engavetar a Marx y a Lenin para poner en la vitrina de héroes nacionales a Nariño, a Policarpa, a Camilo Torres y al mismo Bolívar y así hablar de Democracia en vez de Socialismo. Despertaron a un país a punta de morterazos a la Casa de Nariño, toma de camiones con alimentos y distribución de su contenido en barrios populares, se tomaros periódicos y emisoras para dar a conocer su palabra, también se robaron armas, las hicieron entrar por mar y tierra, se tomaron embajadas, pueblos, intendencias y hasta iglesias.
También cometieron graves errores, como tomarse por asalto un edificio estatal (el de la Justicia) para hablar de paz, dejando a merced del fuego cruzado la vida de cientos de inocentes; también secuestraron y en el fragor de la guerra mataron a civiles inocentes.
Asimismo, tomaron a la oligarquía por el cuello (con nombre propio) y se lanzaron al diálogo sin paracaídas, siendo una de las primeras organizaciones subversivas en apostarle a la paz mediante la concertación con el enemigo. Asumieron la legalidad, redactaron una nueva constitución y desde esa trinchera han estado combatiendo los últimos 31 años.
Sí, de ese combo era Gustavo Petro, quien a la par de sus excompañeros de armas, ha cumplido a cabalidad con lo establecido en dicho acuerdo y después de tres intentos, por fin logró aquella orden impartida por el comandante de dicha organización Álvaro Fayad por allá en 1985: “Vamos a ser gobierno ante el desgobierno”.
Pero tal vez la mayor enseñanza que se debe sacar de esta historia y que lastimosamente le valió al país muchos muertos y decenas de mutilados es la propuesta inicial de Jaime Bateman Cayón, fundador de la guerrilla del M-19 (el combo del que estamos hablando), y que consistía en la realización de un gran diálogo Nacional, entendido como un espacio común de concertación entre diferentes formas de pensar y gobernar, para así, llegar a puntos mínimos de entendimiento y por lo menos vivir un poco de paz.
A eso le ha apostado Gustavo Petro desde el momento mismo en que fue elegido presidente de la República hasta el día de hoy en que nos encontramos a pocas horas de su posesión: a abrir puertas y ventanas a todas las posturas políticas para intentar construir dentro de la legalidad, puntos en común que no solo le garanticen gobernabilidad a su mandato, sino también un ambiente de diálogo y concertación para llegar a acuerdos mínimos de convivencia democrática.
Por eso este 7 de agosto, 48 años después de que ese grupo de jóvenes inconformes sacaran la espada del libertador envuelta entre una ruana para llevarla de nuevo al combate y que fue devuelta por los hijos de esa guerra en 1991 sobre una almohadilla de terciopelo y lino, muy seguramente la veremos de nuevo frente a su pueblo, desenvainada y con un poco menos de óxido, para gritarle al mundo que si bien la libertad de Colombia no está del todo asegurada, sí podemos creer que la paz puede llegar por medio del diálogo durante los próximos cuatro años, y que solo se requiere un poco de aquello que esos jóvenes (hoy menos jóvenes) han evidenciado de cara al país en estos últimos 32 años: un poco de voluntad.