Tienen razón en sentirse escandalizados los que desde hace 32 años entregaron su capacidad crítica al modelo neoliberal, con las propuestas que ha hecho desde el comienzo el candidato presidencial Gustavo Petro, el único en exponerlas y deslindarse del sistema que solo ha traído más subdesarrollo y hambre a Colombia.
Un dogma con capacidad de eliminar cualquier resquicio de reflexión que pudiera surgir en quienes le extendieron banderas, bien porque salían ganadores con su implantación bien por parte de quienes siempre han tenido abonadas sus mentes para acoger milagros sin importar que el avance cultural los haga inconducentes.
Lo que se vuelve delicado después de tanto tiempo de que el prodigio económico se pusiera en marcha es que lo que les prometió a los colombianos (que también como dogma lo hizo con el resto del mundo subdesarrollado) no se cumplió, pues en lugar de gozar de las promesas de bienestar a las que estábamos invitados todos lo que encontramos, de acuerdo con las profusas estadísticas oficiales, es un cúmulo de calamidades sin posible arreglo.
Y si bien los de arriba se encuentran más ricos, porque de eso se trataba el embeleco del libérrimo mercado, los de abajo, no solo están para tirar la toalla debido al reto que constituye su sostenimiento diario, sino angustiados de que los déficit económicos estrambóticos de todo tipo que nos cercan —pues ya tenemos tarjeta roja de la mayoría de las calificadoras de inversión— deberán pagarse.
Y como en un país de rentistas estas obligaciones no tienen por qué asumirlas quienes viven del trabajo de los demás, pues son los que administran la preponderancia absoluta del mercado, aquellas platas saldrán de quienes están más abajo, y en especial de las clases medias que cuentan con casita y trabajo con los cuales responder por los entuertos de los engreídos iniciados.
Clases medias que luego de haber votado probablemente mal, no tendrán excusas. Y deberán aceptar las reformas tributarias que se necesitan y el iva democratizador que se les imponga, entregando parte de sus bienes que —deberán saberlo— no son importantes para el sistema, pero sí contribuyen con su aporte a resanar las cuentas de la nación con el exterior.
Y, por supuesto, a garantizar la continuación del sistema neoliberal, hay que decirlo, porque sus adalides podrán gritar a los cuatro vientos
—al margen de las penurias de su pueblo— que el país cumple sus compromisos con el capitalismo internacional, que es finalmente el verdadero patrón al que deberán entregarle cuentas si desean continuar como sus eficientes intermediarios.
Solo se atraviesa en el camino quienes han decidido que el modelo hay que cambiarlo —como si los dogmas estuvieran para eso— o por lo menos introducirle cambios a lo que consideran a todas luces nocivo, como si ello no afectara el todo sagrado. Esta herejía que la han llamado populismo en el entendido que intenta impedir el consiguiente deterioro de los más débiles, debe ser rechazada por principio recurriendo al expediente simple de que sus propuestas carecen de valor por contravenir el esquema acumulativo máximo reinante.
Que Gustavo Petro acabará con la independencia del Banco de la República, como si este no hiciera parte esencial del entramado organizativo del capitalismo salvaje, y su independencia se limite a dar crédito a los bancos privados para que estos, a su vez, lo hagan con empresas determinadas que favorecen no el desarrollo del país sino el crecimiento de una economía que se concentra en los grupos económicos cuyos intereses particulares están por encima de los de los colombianos.
El temor radica en que de alguna manera Petro logre que por lo menos parte de este crédito —que se convierte automáticamente en medio circulante, y puede ser en exceso inflacionario según los aulladores de oficio— pase a favorecer el verdadero desarrollo con políticas de apoyo a sectores abandonados como la investigación, la biodiversidad, la pequeña empresa, el fomento agrícola e industrial propios, al margen de los reducidos grupos que siempre han sido favorecidos, rompiendo el monopolio de los mismos con las mismas.
También se rasgan las vestiduras con el anunciado propósito del candidato del Pacto Histórico de supender la explotación petrolera en el primer día de su mandato con el consiguiente derrumbe de la economía que suscitaría una decisión semejante. Mentira que además les sirve a sus propagadores e interesados para renovar su fe en la explotación de las energías contaminantes y, gracias al precio alto del petróleo, entronizar el fracking, soslayando su perversidad sobre el medio ambiente y el destino de los pueblos afectados.
Lo dicho por el candidato es que suspenderá nuevas exploraciones con el fin de incrementar las fuentes de energía alternativas o no contaminantes e impulsar una economía regenerativa en camino de recuperar el medio ambiente y las posibilidades de supervivencia de la especie. Y frenar la economía extractiva que termina además destruyendo la biodiversidad que es la mayor riqueza con que cuenta Colombia, y de la que, por falta de presupuesto para estudiarla, no hemos desarrollado, quedándonos en el cuento de su eterna enunciación.
El tren eléctrico entre Buenaventura y Barranquilla también provocó avemarías idiotas entre quienes han concebido que la comunicación terrestre de Colombia solo se debe adelantar —desdeñando la naturaleza de nuestra difícil geografía— a base de complicadas y por ende costosísimas y demoradas carreteras 3G, 4G, 5G... y 27G. Que fuera de tapar la corteza terrestre multiplican la reflexión solar que estas inmensas superficies de concreto generan contribuyendo a calentar aún más el planeta.
Megaobras adelantadas por asociaciones público-privadas, y alabadas por los manejadores de estas últimas por las ventajas que significan para sus fenomenales ganancias, gracias a la renegociación de contratos con motivo de los frecuentes incumplimientos en su construcción y el monopolio de quienes las adelantan. Que coronan además con peajes intocables por periodos prolongados para mayor satisfacción de sus bolsillos, sin que la multiplicación de sus costos para los usuarios se ponga en duda, ni estos hagan parte —en especial sobre la productividad del comercio internacional para la que se presentan como solución insustituible— de su pérdida de competitividad.
Lo considerado sobre las pensiones no corre mejor suerte, porque hay que partir del principio que este ahorro de millones de colombianos en los fondos privados no puede salirse del círculo limitado que se beneficia de sus préstamos y menos dejar de alimentar la burocracia de lujo que los administra y las ganancias que obtienen sus dueños. Por lo que no es descabellado que los futuros pensionados, dueños de los dineros, terminen su vejez, debido a los exagerados costos, con asignaciones que dan grima comparadas con su aporte.
En fin, es el natural desencuentro —aunque de consecuencias aterradoras— entre los proyectos del llamado libre mercado que anteponen la acumulación de riqueza para unos pocos sobre cualquier consideración humana y planetaria, y la que defiende la vida digna de todos los seres humanos, atendiendo que aquella depende de la salud de la Tierra, hoy averiada precisamente por los excesos carentes de previsión de los primeros.