La clase trabajadora, dado su carácter barrial y campesino, ha heredado y mantenido tradiciones culturales dentro las cuáles se encuentran las diferentes maneras de emplear el escaso tiempo libre que le queda por fuera de los horarios laborales.
En una época, las actividades tanto laborales como de descanso giraban en torno -o dentro- del hogar. Pero en la medida en que se fue reemplazando la producción familiar por la de la fábrica, separando el trabajo del hogar, también los sitios de diversión se fueron alejando del ámbito familiar. Durante esta transición, la identificación entre actividades productivas y vida hogareña impedía hacer una clara distinción entre trabajo y descanso, por lo menos como lo pretendían los defensores de la nueva disciplina de la competencia
. En consecuencia, lo primero que debieron atacar estos sectores fue la extendida costumbre de consumir alcohol mientras se trabajaba, ya que los primeros comerciantes consideraban que beber era una parte peligrosa del trabajo en los talleres. En muchos de ellos, sin embargo, el alcohol era parte del pago y, como se solía decir entonces: ‘‘el patrón enseñaba primero a beber que a cobrar el salario’’.
En este sentido, el consumo de alcohol durante la jornada laboral era una práctica común no sólo entre campesinos y artesanos: en realidad esta tendencia se extendía a todos los sectores asalariados. Incluso no faltaron los casos en que fueron las empresas las que facilitaron el consumo alcohólico en los sitios de trabajo.
Las cervecerías, por ejemplo, casi que obligaban a sus empleados a beber de 2 a 4 cervezas diarias, pues eso era lo que se les daba en las cortas interrupciones de descanso en la mañana y en la tarde. Bien fuera por la fuerza de la costumbre, bien por presión de las empresas, o como medio para sobrevivir las extenuantes jornadas de trabajo, el hecho es que el consumo del alcohol bastante extendido en los inicios de la industrialización del país.
GLOBALIZACIÓN Y CAPITALISMO
La estricta disciplina que se trató de imponer en las fábricas y en los medios de transporte buscaba precisamente diferenciar el trabajo del descanso. Los trabajadores, cada vez más atomizados en sus puestos, soportando la vigilancia de patrones y subalternos, buscaban refugio después del horario en los bares, tabernas o 'tiendas', para compartir el rato con sus colegas.
En estos sitios de diversión, los trabajadores, además de socializar los sucesos del día al calor de unos 'tragos', oían la música popular regional (ya que, al menos en el interior, la música era más para oír que para bailar). De esta forma se oía el tango en Medellín, las rancheras en Bogotá, los ritmos caribeños en Barranquilla y Barrancabermeja, o en general los boleros y la música popular llamada 'de carrilera' o 'guasca'. En algunas ocasiones se hacían también apuestas en los juegos de azar y de naipes -que se encontraban prohibidos por aquellos días-. Según las regiones se pasaba el rato jugando billar o 'tejo. Este último, practicado especialmente en la región cundiboyacense, tenía orígenes precolombinos, por lo que era considerado por las élites como un entretenimiento 'bárbaro y salvaje'.
BATIBURILLO DE PAÍS
Por supuesto que existían diferencias locales en las formas de diversión, e incluso en el tipo de bebida alcohólica ocasionalmente consumida. En Bogotá, a principios de siglo, la bebida más popular era la 'chicha'. La élite capitalina desde el siglo XIX luchaba por erradicar las 'chicherías ', consiguiendo alejarlas al menos del centro de la ciudad. Luego enfiló baterías contra las antihigiénicas condiciones de preparación de la bebida.
En los años 20 se intentó promocionar una bebida preparada higiénicamente, la 'maizola', que fue un fracaso porque la gente no la consumió. La élite entonces decidió hostigar a los establecimientos controlando sus condiciones sanitarias, restringiendo los horarios de venta y apoyando decididamente a las cervecerías para que encontraran un sustituto. Al principio las cervecerías no corrieron con suerte pues el consumo de la 'chicha' era 7 veces superior que el de sus productos. Pero a fuerza de prohibiciones, y con el relativo éxito de una clase de cerveza llamada 'Cabrito', el consumo de la 'chicha' en algo disminuyó.
CLANDESTINOS DE BOGOTÁ
En el frío bogotano, los obreros, y demás sectores populares, consumían también otras bebidas distintas de la chicha y la cerveza. Para mayor preocupación de las autoridades, un aguardiente de caña destilado clandestinamente tenía abastecidos todos los expendios populares de bebidas alcohólicas, desplazando al producto oficial de las rentas departamentales -habría que pensar, por ejemplo, en el aporte que hacen las empresas de alcohol a las gobernaciones actualmente-.
Por otra parte, existió un jefe de destiladores clandestinos -o 'cafuches'- que era el legendario Papá Fidel, quien tenía organizada una red de distribución ilegal que abarcaba incluso a miembros de la policía y funcionarios de las rentas departamentales. A pesar de los intentos de suprimir el aguardiente clandestino, Papá Fidel abasteció hasta su muerte a Bogotá. Su entierro, que se recuerda como uno de los más concurridos en la ciudad, fue un indicio más de la popularidad que otorgaba este tipo de economía informal.
MEDELLÍN ME MATA
En Medellín el reinado del aguardiente -conocido popularmente como 'guaro'- permanece hasta el presente inalterado. Pero a diferencia de la dispersión de sitios de consumo alcohólico de otras ciudades, la capital antioqueña contaba con un espacio privilegiado: su zona central, llamada Guayaquil. Por ser el punto de convergencia del transporte urbano e intermunicipal, Guayaquil albergaba comercios, talleres artesanales, hoteles y vivienda popular.
Había, además, sitios de di- versión, bares y cantinas en tal abundancia que prácticamente cada gremio u oficio tenía su sitio de reunión privilegiado. Hubo sin embargo una percepción diferente de ese espacio: para los trabajadores antioqueños, Guayaquil, lejos de ser el sitio de perdición y delincuencia que proyectaba la élite, fue un ámbito seguro y acogedor donde pasaban sus ratos libres.
LA COSTA NOSTRA
En Barrancabermeja y en las ciudades de la Costa Atlántica, con las que la primera estaba culturalmente ligada, el consumo de cerveza, aguardiente y especialmente ron, fueron los predominantes. Sin embargo, en Barrancabermeja el consumo alcohólico y las actividades que lo rodeaban adquirieron tales proporciones que preocuparon a las autoridades centrales. Lo mismo que en las economías de enclave y en los pueblos de reciente colonización, el centro petrolero albergaba una amplia zona para el entretenimiento de los trabajadores alrededor de la Calle de la Campana. Allí había de todo: bares, prostíbulos y casas de juego.
Desde los años veinte los trabajadores de El Centro -lugar de extracción del crudo, ubicado a 15 kilómetros del puerto -eran traídos en el ferrocarril de la multinacional cada quince días, los fines de semana del pago. Durante dos días, Barranca parecía una gran feria en la que los petroleros gastaban parte de sus ingresos. Los famosos 'sábados grandes', como se les conocía, sólo desaparecieron en los años 50 con el desplazamiento de la vivienda de los trabajadores de El Centro a la misma Barrancabermeja.
MIRANDO DESDE ARRIBA
Se observa que desde los años veinte ya se denunciaba en la prensa elitista que "las amigas y la bebida son los tormentos de los trabajadores", o que "las enfermedades venéreas y el alcoholismo consumen al pueblo trabajador". Se construyó así la leyenda negra sobre el consumo de alcohol en sus diferentes formas de preparación a lo largo y ancho del territorio nacional.
Algo similar ocurría con las prácticas de descanso de los trabajadores en general. Aunque estos tradicionalmente combinaban la bebida con el trabajo, no es menos cierto que la élite hizo un manejo exagerado, y por ende estereotipado, de esas prácticas. Desde los tiempos coloniales, los artesanos se resistían a trabajar los lunes (el 'santo lunes' europeo, que en Colombia se conoció como el 'lunes de zapatero'). Con ello se reafirmaban no sólo los ciclos 'naturales' de vida de los primeros trabajadores, sino también sus sueños de independencia. Pero el 'lunes de zapatero' no fue exclusivo de los artesanos: en los principios de la industrialización, trabajadores asalariados del transporte, enclaves extractivos y hasta las nacientes industrias se ausentaban del trabajo los lunes, o llegaban tarde, rindiendo menos ese día. Con el tiempo la rígida disciplina impuesta en las fábricas y medios de transporte fue reduciendo cada vez más esa práctica, sin que desapareciera del todo. El mayor éxito en esta labor lo reportaron las industrias textiles antioqueñas, en donde la imagen del trabajador -y de la trabajadora, especialmente en las primeras generaciones- fue la de una persona que se abstenía del consumo alcohólico.
Como se puede observar, hay diferencias reales, por regiones y por oficios, en las formas de entretenimiento. Pero también es claro que las élites, en aras de transmitir valores anti-alcohólicos, exageraron el consumo popular fomentando estereotipos para distanciar unos trabajadores de otros. Desde finales del siglo XIX los artesanos reaccionaron contra ese intento. En 1892, en medio de una crisis económica que afectaba a los gremios artesanales, un miembro de la élite bogotana acusó a los artesanos de ser los responsables de su propia miseria pues por consumir bebidas alcohólicas no prestaban atención a sus familias. Las organizaciones artesanales de la ciudad presionaron al gobierno, incluso apelando a la rebelión, para que obligara al escritor de esa acusación a retractarse.
En todo caso, lo que se vivió en los sitios de diversión tradicionales del pueblo a principios de siglo fue un ambiente que no puede reducirse al mero consumo alcohólico, pues desde estas primitivas trincheras los trabajadores resistieron de alguna manera a la imposición de los ritmos capitalistas de trabajo.
POSTURA DE LA CLASE OBRERA
La clase obrera retomará la defensa de una imagen positiva de los trabajadores, oponiéndosela a los estereotipos de la élite, aunque con métodos menos violentos. Los trabajadores asalariados señalaban que por el comportamiento de unos pocos no se podía condenar al conjunto de la clase. Además, las estadísticas sobre consumo alcohólico mostraron que había mucha exageración en las denuncias de la élite: cuando se miran con atención los datos sobre gastos obreros en los años 30 y 40, se nota que era pequeña la proporción de los egresos en el rubro de bebidas y cigarrillos. Dentro del total de gastos de alimentación, dicho rubro ocupaba sólo el 8% en Barranquilla, el 10% en Medellín y el 11% en Bogotá. Contrasta, por lo tanto, esta baja proporción con las escandalizadas denuncias de la élite.
Lo que pasaba en realidad es que los sectores moralizadores utilizaban amañadamente las estadísticas globales sobre el consumo de alcohol por ciudades o regiones. De una parte, no se señalaba el incremento de población de esas áreas, y, por otra, no se diferenciaba el consumo popular del de la élite, que también consumía bebidas alcohólicas. Con una doble moral, los sectores elitistas atacaban la 'chicha' o el aguardiente pero poco o nada decían del whisky, la ginebra u otras bebidas importadas. Al mismo tiempo que se buscaba erradicar las chicherías del centro de Bogotá o de acabar con Guayaquil en la capital antioqueña, los periódicos elitistas alababan la apertura de elegantes 'cafés' o tabernas, aprobando en la práctica el consumo de alcohol para los estratos superiores.
BRINDIS POR LA SOBERANÍA ETÍLICA
Lo que se pretende con estas reflexiones no es ocultar la realidad del consumo alcohólico popular, y por ende obrero, sino colocarlo en sus justas proporciones. La existencia de prejuicios y estereotipos en contra de sectores y regiones enteras fue utilizada por la élite para reforzar sus valores e imponer la disciplina de trabajo. Las élites temían -y siguen temiendo- no sólo la indisciplina creada por prácticas como el 'lunes de zapatero', sino especialmente a la existencia de espacios en que las personas socialicen su inconformidad con el orden laboral.
Porque más allá del destierro de la chicha, durante décadas se ha ninguneado al resto de bebidas alcohólicas del país: viche, chirrinchi, ñeque, chapil, guarapo, curao, tapetusa, mistela… cualquier preparación ancestral ha sido casi aniquilada por nuevos decretos, por esnobismo cultural, por las grandes industrias o por las copias adulteradas del contrabando.
A modo de resistencia, hay que celebrar entonces toda acción dirigida a la construcción de una soberanía etílica para las comunidades, que vayan desde la producción de nuevos destilados hasta la apertura de más espacios para el encuentro y la diversión; ya no solo para las comunidades rurales sino también para las poblaciones urbanas; ya no solo desde la conciencia de la clase trabajadora, sino desde nuevas afinidades artísticas y políticas; y que busque no solo una enunciación unificadora, sino también una nueva pluralidad creadora, militante y libre.
Brindemos pues como el Cónsul Geoffrey Firmin, protagonista de Bajo el volcán, y reiteremos que:
‘‘Lo que deseamos, aunque solo nos sirva de antídoto contra nuestras alucinaciones cotidianas, es, ¡vamos, hombre!, nada menos que beber todo el día, cuando las nubes nos vuelvan a invitar a que lo hagamos, lo haremos, y sin embargo, no simplemente beberemos, sino que trataremos de beber siempre en un lugar especial, rodeados de personas especiales, buscando una experiencia especial en nuestras cabezas’’.
***Este artículo es una miscelánea del texto Formas de diversión popular, del profesor Mauricio Archila.