Todavía recuerdo cuando la champeta no era tan comercial; era cándidamente grosera y vulgar. Yo escuchaba de manera clandestina trocitos del susodicho ritmo afrocaribeño de Cartagena de Indias, porque había algo en él que me atraía, un no sé qué. Mi mamá lo creía perjudicial para los jóvenes.
En mi memoria viven recuerdos de aquellos años de mi infancia cuando sonaban las hercúleas máquinas de sonido llamadas pick up que querían tumbar los techos de las casas humildes construidas con pedazos de zinc. En esos equipos de sonido se oían algunas voces negras de Cartagena, tales como la de Mr. Black, El Sayayín, El Afinaíto, El Pupis, Nando Hernández, entre otros, cantando champeta y saludando al famoso Chawa o Chawala, de quien se dice que es la mente maestra al frente del Rey de Rocha, el pick up más glorioso del universo champetero.
Ahora la champeta ha sido convertida en una gallina de huevos de oro, en un producto de consumo con un nuevo empaque para los consumidores que se hallan más allá de La Heroica. La han rebautizado con el pomposo nombre de champeta urbana, pues la idea es conquistar al público del interior del país, sobre todo, de Medellín, Cali y Bogotá; y es que el despeluque champetero ya ha traspasado las fronteras del Caribe colombiano, de Cartagena y Barranquilla, hasta extenderse por ciertas ciudades de Venezuela, como Maracaibo, por ejemplo, donde suena con suficiente fuerza.
Tal vez la champeta no sea un ritmo musical para el gusto de los dioses, a veces necesita de seducción expresiva, con dificultad superaría un examen estético; es un género musical creado por y para las gentes empobrecidas de origen africano, descendientes de seres humanos arrancados del África y luego esclavizados acá. Posiblemente, por eso son composiciones tan básicas y rústicas, aunque por lo general tienen una especie de estructura: introducción, una parte intermedia (cuando comienza el despeluque o movimiento excitado de todo el cuerpo) y una fase decadente (cuando disminuye el despeluque).
Acaso la esencia de la champeta sea el estilo desnudo para cantar las cosas sencillas de la vida cotidiana, simples ocurrencias, expresar en forma abierta las palabrotas del español caribeño de Colombia, que en otrora escandalizaban a nuestras mamás; era algo curioso, pues ahí no había nada premeditado, ni altamente elaborado o sofisticado; lo espontáneo era el común denominador. Y se vendía. La champeta se vendía. Pero ahora todo ha cambiado. Llegaron las disqueras con su marketing y vocabulario asfixiante a vender humo y a creer que ellas pueden hacerlo mejor que los analfabetos cantantes de champeta.
Anteriormente, yo no podía juzgar si la champeta era perjudicial para los jóvenes, o no. Los que la interpretaban seguramente lo hacían con el fin de salir del anonimato, para sobrevivir, salir de la pobreza extrema y ganarse la vida de esta manera. Pero las disqueras tienen el ánimo de lucrarse con algo que ya estaba construido. Y eso no es ningún fin noble. La champeta mercantil —la champeta de hoy día, con la que se llenan los bolsillos las grandes casas disqueras y los cantantes arribistas—, esa champeta se ha dañado y me ha hecho aborrecerla en los términos más absolutos. Ya no me gusta.