Humberto de la Calle siempre fue un hombre comprometido con su época, misma en la que compartió con los integrantes del nadaísmo una rebeldía generacional que lo llevó a adherirse al movimiento estudiantil de los sesenta, a leer con fervor el psicoanálisis de Freud y el existencialismo de Camus para lograr tener una visión adelantada de los problemas de su tiempo. Este nadaísmo, en su momento más primitivo, se caracterizó por ser contestatario y por su vocación de ruptura con lo establecido y por su sensibilidad abierta a las expresiones contemporáneas.
Pero para entender lo dicho basta con ubicarse en los años sesenta en Manizales. En el plano de lo estético, la literatura hasta entonces allí giraba alrededor de dos epicentros: uno rural, casi pastoril, y otro que atendía a lo lírico, en una perspectiva mucho más idealista: una especie de utopía del amor que se desenvuelve por caminos de dicha con un final feliz inexorable. Muy pronto, la literatura comenzó a encontrar un hombre urbano angustiado, rodeado de la miseria que heredó en la posguerra y la idea de la destrucción final de la cultura humana, de un holocausto global. Un sentimiento que quizás no existió antes de la bomba atómica.
A mediados de los sesenta la literatura auscultaba un nuevo camino, enmarcado siempre en el ámbito urbano, que se desenvolvía más en la noche, en el ambiente pesado de los bares y en las madrugadas frías en las que se trataba de descubrir ese hombre solitario, envuelto en la nada y enfrentado al absurdo. De esta manera, surgía una expresión lírica desesperanzada: no era el canto romántico tradicional sino un grito de angustia y de soledad que comenzó a aparecer en la vida de los adolescentes de aquel entonces; entre ellos, Humberto.
La primera tarea que tuvo el nadaísmo fue comenzar a romper mitos. No solo en lo estético, sino también en lo cultural y en lo social. Pronto, sus golpes comenzaron a sentirse en todas las estructuras sociales. El primer propósito que identificó a los nadaístas fue escandalizar. Era una táctica que buscaba romper la máscara, eliminar la mistificación, colocar a la sociedad en la necesidad de decir la verdad. El nadaísmo también tuvo efectos en el teatro, que negaba las formas y contenidos tradicionales para buscar una expresión social dirigida a descubrir unas estructuras de poder y de organización de la sociedad que se basan en el mito.
Surgen temas impensados hasta aquel momento: la destrucción del matrimonio, las costumbres sexuales, la virginidad de las mujeres, entre otros temas que venían siendo vedados en una sociedad en extremo hipócrita como la de entonces. Pero cuando el nadaísmo llegó a su clímax, Humberto era un estudiante de bachillerato, mucho más joven que quienes ya poseían la libertad de expresar lo que pensaban y cuyo oficio en muchos casos se reducía a eso. Él estudiaba en un colegio regentado por sacerdotes, en medio de un clima cerrado, casi conventual, en una ciudad impermeable a cualquier clase de evolución cultural o estética.
En esa sociedad organizada bajo patrones tan rígidos, Humberto fue uno de los difusores del nadaísmo, en compañía de un grupo de amigos. Pero estaban en la segunda línea, sin alcanzar la capacidad contestataria y de denuncia que tuvo su núcleo rector, en la medida en que las condiciones sociales en que se desenvolvió eran otras. El propósito de hombres filonadaístas como él era poner bombas de profundidad contra el grecoquimbayismo, una forma de literatura alejada de la realidad que se nutría del mito y eludía las realidades concretas del hombre contemporáneo, siempre entretejidas de lo lugareño y con cierto hálito costumbrista.
Su primera actitud de rebeldía se expresó en el plano estético. No obstante, hoy se tendría que reconocer que había una gran exageración en lo que decían los nadaístas, pues la década de los sesenta fue una generación de rompimiento. Además, había una actitud de rebeldía frente a la organización social, que se expresaba a través de la movilización estudiantil. En esa época comenzó a surgir un fenómeno llamado Camilo Torres, que desembocó en la lucha armada como método de redención de un pueblo oprimido. Existía un ideario que significaba un rompimiento en lo político y denunciaba las profundas injusticias sociales del sistema imperante.
En los sesentas, la realidad universitaria se desenvolvió en dos planos: por un lado, la crítica puramente estética y social, y por el otro, fenómenos revolucionarios como el de Camilo Torres o el de la Universidad Industrial de Santander, que empezaron a reclutar jóvenes estudiantes para enlistarlos en la guerrilla. Los nadaístas poseían un escepticismo fundamental producto del parentesco espiritual entre las primeras manifestaciones estéticas y el existencialismo; experimentaban una sensación límite por cuanto la especie humana había logrado crear unos instrumentos de destrucción global que ponían en duda la existencia de seres pensantes sobre la tierra.
Al poco tiempo él, que se preguntaba sobre la verdadera inteligencia del hombre, había iniciado sus estudios de derecho en la Universidad de Caldas, y al final de la carrera se acentuó en una crisis de escepticismo, marchitando ese fervor nadaísta del que alguna vez se sintió orgulloso. Empezó a ver el quehacer jurídico como un arte menor, subalterno de la política y de mera utilería, pero a través del ejercicio mismo del derecho, más tarde, comenzó a vencerlo. Se había convertido ahora en un nadaísta de corbata y en un hombre de leyes con devoción inmarcesible por la libertad.
De esos años de juventud, le queda una mirada del mundo que no admite emociones súbitas ni sucesos efímeros que surgen de eclosiones de alegría. Pese a esa herencia del escepticismo nadaísta, tiene una visión que alienta posibilidades hacia el futuro, que ya no está perdida sin remedio y que la sociedad hoy tiene los instrumentos para poder progresar. Aunque hoy resulte insólito pensarse en el panorama de la política colombiana, Humberto de la Calle representa, en una forma multilateral e incuestionable, la generación de los sesenta.