Podría ser un eslogan publicitario de la monarquía: no hay edad para empezar una vida. A sus 74 años, Carlos III será el monarca británico de más edad en ser coronado el sábado 6 de mayo y el único de Europa en serlo desde 1830. Su primer reto, en parte ganado en ocho meses de reinado, es suceder a Isabel II en los corazones aún enlutados del pueblo británico, que en su mayoría sólo la ha conocido a ella.
"Incluso los turistas siguen interesándose únicamente por la difunta soberana, como demuestran las tiendas de recuerdos, donde los numerosos objetos con la efigie de la Reina eclipsan a los raros banderines y paños de cocina que anuncian la coronación de su hijo. Recuperar la corona después de un acontecimiento tan emblemático es casi imposible para Carlos", informa la revista francesa Paris Match en un número especial dedicado al acontecimiento, que no se veía desde hace 70 años.
La popularidad de Carlos nunca llegó a despegar, por muchas razones conocidas: su personalidad, considerada aburrida, su matrimonio fallido del que se le responsabilizó con una princesa engañada pero mundialmente conocida, los trapos sucios de la familia lavados recientemente en público por su hijo Enrique, etc. Su hijo Guillermo, el futuro Guillermo V, ya ha despegado, bien ayudado por su esposa, la duquesa Kate, un modelo de elegancia. El 26 de abril, un sondeo de Ipsos daba un 62% de opiniones favorables al delfín, muy por delante de su padre, con un 49%.
La impopularidad de Carlos, en realidad muy relativa, contrasta con la de su madre, que no ha hecho más que aumentar entre 2002 y 2022, después de haber fluctuado en los años 60 y 70. "Su primer reto será volver a conectar con la gente", juzga Denis MacShane, ex ministro laborista de Tony Blair. Pero,¿es 74 años la edad adecuada para iniciar una carrera como monarca? Los observadores coinciden en que la ascensión de un rey abuelo no despierta el mismo entusiasmo que la de una reina de 26 años. Según el Instituto Ipsos, nada menos que el 42% de los británicos cree que Carlos III debería ceder el trono a su hijo. Casi la mayoría de los súbditos.
Un buen rey es ante todo un rey popular, "que no hace nada, pero que representa bien al país y le levanta la moral cuando es necesario", dice Marc Roche, periodista y conocido especialista en la familia real británica. Su función primordial es unificar el país sin entrar en el juego político, del que está vetado, siendo al mismo tiempo un destacado asesor.
Asuntos políticos
Oficialmente, el monarca no se inmiscuye en los asuntos políticos, internos o externos, del reino, y así ha sido desde 1688, cuando el Parlamento se hizo con el control de la Corona al controlar la hacienda real. "El control financiero de la Corona fue un momento clave en la historia de la monarquía británica", afirma Philippe Chassaigne, profesor de Historia en la Universidad de Burdeos-Montaigne y autor de La Grande-Bretagne et le monde, de 1815 à nos jours.
Después, bajo el reinado de Victoria (1837-1901), los poderes que el soberano aún podía ejercer le fueron arrebatados progresivamente en favor del Parlamento. Desde entonces, ha tenido que resignarse a una neutralidad política implacable y guardarse sus opiniones. Esto no está consagrado en ningún texto, pues son los usos y costumbres, a veces ancestrales, los que en el Reino Unido tienen fuerza de ley fundamental. "El soberano es la encarnación física de toda la nación. Por eso no puede tomar partido políticamente: alienaría a una parte de la población. Esto es también lo que ha permitido la perpetuación de la monarquía británica, así como de otras monarquías europeas", subraya Philippe Chassaigne.
Por tanto, el papel del monarca está estrechamente limitado, "no puede hacer nada", afirma incluso Marc Roche. "Sólo puede actuar con el acuerdo del jefe del Gobierno", añade Philippe Chassaigne. Así, las visitas de Estado se deciden en el 10 de Downing Street. Para su primera visita oficial, Carlos III quería un país de la Commonwealth; Rishi Shunak impuso Francia y luego Alemania. "El Gobierno utiliza al soberano como elemento de soft power al servicio de la diplomacia británica", dice el historiador.
A finales de 2022, fiel a sus convicciones ecologistas, Carlos III expresó su deseo de acudir a la COP27, la conferencia sobre el clima, en Egipto. Desgraciadamente, Liz Truss, una efímera primera ministra conservadora poco sensible al cambio climático, estaba al mando. Fue un "no", y Carlos III sólo pudo asentir con la cabeza.
Así pues, los derechos políticos del monarca pueden resumirse en tres palabras clave: "estar informado, alentar, advertir", como dijo Walter Bagehot. Es en calidad de tal que una vez por semana, en el secreto de un salón de Buckingham, se reúne con su jefe de Gobierno, al que ha nombrado pero no elegido, ya que es el líder de la mayoría en la Cámara de los Comunes quien es designado automáticamente. Este momento es una consulta y el primer ministro no está obligado a seguir las recomendaciones de su interlocutor. Pero tiene fama de ser el jefe de Estado mejor informado del mundo. "El primer ministro Harold Wilson siempre decía que los consejos más útiles que recibía eran los que la Reina deslizaba en comentarios bastante inocuos", afirma Denis MacShane.
En teoría, también puede derrotar al Gobierno si expresa desconfianza hacia su primer ministro. "En la práctica, es impensable, abriría una crisis política cuyas consecuencias son difíciles de imaginar", afirma Philippe Chassaigne. Ni siquiera el sonado caso de Eduardo VIII, obligado a abdicar en 1936 (antes de su coronación), pudo con el gobierno Baldwin, que rechazó su matrimonio con la doble divorciada americana Wallis Simpson.
Isabel II, reina de picas
Durante su reinado, el más largo de Europa, la reina Isabel II observó un estricto deber de reserva. Sólo se ha dirigido a sus súbditos en cinco ocasiones (en 1991, 1997, 2002, 2012 y 2020), además de los tradicionales discursos de Navidad. Su último discurso fue pronunciado -y bien acogido- durante la pandemia de coronavirus que envió a casa a gran parte de la población mundial con la prohibición de asomar la nariz.
"El soberano tiene el deber de sintonizar con los sentimientos de sus súbditos, en los buenos y en los malos tiempos", comenta Philippe Chassaigne. Cuando la princesa Diana murió en París en 1997, la tragedia del siglo para toda una nación, "la reina comprendió por fin que quedarse en su castillo de Balmoral y fingir que no había pasado nada no era bueno. Regresó a Londres, se dirigió a la nación el viernes 5 de septiembre y consiguió ganarse de nuevo a la opinión pública".
Aunque no podía posicionarse públicamente, la reina no tuvo reparos en enviar mensajes que sabía que serían captados por todos los observadores conocedores del reino. En 1986, las filtraciones desde Buckingham -de la secretaria de prensa de la reina- llegaron a la portada del Sunday Times: "La reina consternada por la insensibilidad de Thatcher". Una bomba. Y el artículo explica que a la reina le gusta poco la política "agresiva y socialmente divisiva" de la "Dama de Hierro" de Downing Street. La política ultraliberal no gusta en el palacio, donde la tradición exige un sentido del deber social.
Esto, con el telón de fondo de una Mancomunidad de Naciones (de la que la reina es jefa) amenazada con perder su condición de miembro debido a la ambivalente relación de Thatcher con el régimen del apartheid en Sudáfrica. Este artículo "expuso el hecho de que la reina tenía dudas sobre la política de Margaret Thatcher", descifra Philippe Chassaigne. Se abre la posibilidad de una dimisión histórica. Según el especialista, la historia recuerda las lágrimas de una primera ministra humillada, que elogiaba a la monarquía, antes de que la reina la llamara para consolarla por este rumor malintencionado.
Más directo esta vez, el 11 de septiembre de 2014. Cuatro días antes del referéndum por la independencia de Escocia, Isabel II sale del servicio anglicano matutino del domingo en la finca escocesa de Balmoral. Interrumpida por un espectador, dice: "Espero que la gente piense detenidamente en su futuro". Clamor y bromas: la reina ha tomado partido.
Junio de 2017. Westminster abre las negociaciones sobre el Brexit, votado por el 52% en referéndum el año pasado. Es la tarea anual de la reina inaugurar el nuevo Parlamento. Ella pronuncia el Discurso del Trono, refrendado por el primer ministro como es preceptivo, para que no haya riesgo de sorpresas. Pero la reina llega vestida de azul, con un sombrero del mismo color... con pequeñas flores amarillas. De ahí a ver en ello un apoyo a la Unión Europea, paso que han dado muchos eurófilos, sólo hay un paso.
Ya sea en las conciliaciones con los 15 primeros ministros de su reinado o a través de mensajes públicos subliminales, los consejos de la "pequeña reina" de mirada traviesa no siempre se han seguido. Sobre todo, rara vez ha querido darlos. "En general, aceptó los cambios y no trató de intervenir", resume Denis MacShane, en el Foreign Office de 2002 a 2005.
Ni siquiera reaccionó ante los numerosos escándalos que marcaron su reinado. La palabra es de plata, como la moneda que se vuelve a meter en la máquina cuando se quiere apagar. El asunto de su hijo Andrés, acusado de abusos sexuales a una menor y vinculado al pedófilo estadounidense Jeffrey Epstein, "habría podido dinamitar a toda la familia", afirma la periodista Adélaïde de Clermont-Tonnerre. "Sin embargo, la reina aisló inmediatamente a Andrés, le apartó de todas sus funciones oficiales y nunca comentó estas acusaciones. Si hubiera empezado a hablar de ello, la monarquía británica no se habría recuperado. El intento de Andrés de justificarse sigue siendo el peor fracaso mediático en años", dice.
El silencio es oro. Es incluso "un mimo", compara el sociólogo Jean Viard, "todo está en el traje, en los gestos, el trabajo de la sonrisa, el sombrero". "Todos los consejeros de Isabel II que conocí alababan su sentido de la moderación, su capacidad para escuchar, no imponía su punto de vista, no enfrentaba a unos con otros", describe Marc Roche, autor de Los Borgia en Buckingham. "Él hace todo lo contrario: es un maquiavélico", asevera.