—Buenas tardes. Por favor me vende dos pasteles de pollo─ la encargada me miró.
—¿Usted es médico?— preguntó, luego de fijar su atención en mi tapabocas N-95.
—Sí, ¿por qué?— contesté.
Ella no respondió y atendió otros clientes, mientras me miraba de reojo. No esperé, salí del lugar y, al voltear a mirar, ella rociaba algo donde estuve.
Durante mis consultas en el mes de abril de 2020 en Cali, varios pacientes me elogiaron por atenderlos, a pesar de la pandemia por COVID-19. Me sentí agradado por esas cortesías que casi nunca se manifiestan y eso que ahora debo recibirlos de manera poco usual, con guantes, careta, tapabocas y más distante.
En los anteriores casos, me sentí discriminado de manera negativa o positiva, sin presentar infección evidente por el virus SARS-Cov-2. El estigma social de sufrir una enfermedad infame a lo largo de la historia lo han portado personas infectadas por la peste, la lepra o el VIH-SIDA, entre otras, que dieron lugar a diversas formas de aislamiento, rechazo y discriminación social.
Sin embargo, también personas con algunas condiciones humanas han padecido distintas formas de exclusión social, ya sea por su color de piel, sexo, identidad de género, cantidad de recursos y edad, como en la actualidad, en que el ser viejo implica formas de discriminación, positivas y negativas, con subsidios, tratos preferentes en las filas y en los transportes o con aislamientos casi forzosos, por “su propio bien”.
Ahora, el portador del estigma no es solo el que lo vive, sino también el que está más en riesgo de infectarse y transmitirlo, una creencia relevante en esta época científica, respaldada por las estadísticas y divulgada por los medios masivos. Es decir, este virus y las formas de controlarlo han mutado nuestros distanciamientos y relaciones sociales.
Las últimas veces que salí a comprar el mercado para el confinamiento o a gestiones bancarias en centros comerciales de Cali realicé un ritual de preparación como si fuera a entrar a una sala de infectados, pero simplemente era para encontrarme en espacios comunes con otros ciudadanos, en apariencia no enfermos de COVID-19. Me coloqué el tapabocas, la careta, los guantes y mentalicé que no debía de tocar nada que no fuera necesario y menos mi cara hasta volver y desinfectarme.
Largas filas esperaban con distancias marcadas en el piso. Ingresaban pocos y rociaban alcohol en nuestras manos. Adentro, miradas de sospecha, premura y silencio. Buscábamos signos que denunciaran el mal, desaprobando con gestos al que no tenía cuidado, al que tosía o estornudaba, así se cubriera y no faltaba el que reclamaba a otro por hablar sin ponerse el tapabocas. Algunos pedían a las cajeras no tocar sin necesidad las cosas o el dinero. Nos alejábamos cuando alguien hablaba fuerte y evitábamos estar cerca o en contacto.
Por noticias supe que en un supermercado de Cali se negaron a atender a una mujer vestida de trabajadora de la salud. A varios médicos y enfermeras los acosaron y discriminaron en transportes públicos o donde vivían por parte de sus vecinos. Algo similar pasaba a pacientes infectados en sus vecindades y en algunos pueblos de Colombia varios hasta huyeron por las amenazas.
Así mismo, vi muchos mensajes de WhatsApp de personas confinadas pertenecientes a clases medias o aún médicos que compartían videos mostrando multitudes en las calles de sectores populares sin protegerse, y luego acusaban a esos habitantes y a los trabajadores informales o a los habitantes de la calle como culpables de la futura propagación del virus y del posible colapso de los sistemas de salud de la ciudad por irrespetar la cuarentena.
Las situaciones previas evidencian discriminación, pero además relaciones de intolerancia que nos habitan y que ahora se expresan en nuevos escenarios y actores de la relación amigo/enemigo, en que por miedo, el otro es percibido y agredido como un diferente peligroso, que con su sola presencia nos agrede.
El 11 de abril de 2020, murió el primer médico en Colombia por COVID-19, adquirida en el servicio de urgencias en que atendía pacientes infectados. Fue despedido a su sepelio como un héroe, con calle de honor y banderas nacionales por sus compañeros de trabajo. La presidencia emitió un comunicado honrándole. Similares manifestaciones de exaltación heroica se han visto en países como Italia, España, China y Estado Unidos, rindiendo homenajes al personal de salud muerto, como si fueran soldados caídos en combate.
En estos países conocí de casos en que los trabajadores de la salud dormían aparte o hasta en sus carros para evitar contagiar a sus familiares, cuando eran diagnosticados o aún por el solo hecho de trabajar en la pandemia. Supe de personas en esos países que se suicidaron para evitar contagiar a sus familiares y aunque hay hechos de discriminación y agresiones al personal de salud, no son tan frecuentes como en Latinoamérica y en especial en Colombia [1].
Meses atrás, oí el discurso de los presidentes de Francia, EE. UU. y Colombia, usando términos de guerra para enfrentar la pandemia. Luego las noticias hablaban de los médicos en términos de primera línea de combate. Después salió un decreto del Ministerio de Salud, el 538 de 2020, que obligaba al personal de salud a prestar servicios durante la pandemia, so pena de sanciones. ¿Con qué derecho nos han convertido en guerreros a los trabajadores de la salud, como médicos, enfermeras, auxiliares, laboratoristas, terapeutas, aseadores, etc.?
¿Cómo así que somos héroes y nos rinden homenajes, si lo que pretendemos es ejercer una profesión, como cualquiera otra, bajo condiciones adecuadas y no ser carne de cañón como los soldados en las guerras? Por contraste, hemos sido sometidos al oprobio y la exclusión, solo por el supuesto riesgo que implicamos. Pero además, los médicos que denuncian la falta de insumos de protección personal, son amenazados o despedidos. En la glorificación como en la ignominia y la exclusión, hay formas de discriminación, positivas y negativas. ¿Suponen que enfrentemos una guerra como mártires, con heroísmo y sin armas?
Nos hablan de una guerra sin tener un frente de batalla claro, que a la vez compromete todo espacio público o privado y a todos los ciudadanos, viéndolos como enfermos o potencialmente infectados. Este enemigo pueda estar en cualquier lugar, con el vecino, el familiar, el compañero de trabajo o dentro de nosotros mismos. A sí mismo, se señala de propagadores de la epidemia, de cuasi enemigos públicos, a los infectados, a los trabajadores de la salud y a los sectores vulnerables con necesidades insatisfechas y que habitan las calles durante la cuarentena. Esto rompe las normas básicas de solidaridad en la guerra, con las que se protege y ayuda al débil, al caído o al que está en mayor peligro.
Qué situación tan absurda, maniquea e hipócrita. Pasamos de ser héroes a ser parias con solo cruzar una puerta, dependiendo de qué vestimos, dónde estamos y a quién nos crucemos o lo que expresemos. Y para cualquier ciudadano la situación es igual, si tiene síntomas, si es diagnosticado o si no cumple las normas de cuarentena. Es decir, el personal de salud y los ciudadanos estamos inmersos en una relación intolerante amigo/enemigo, típica de las guerras y que domina esta pandemia, luego de que los medios masivos impusieron este discurso del miedo.
Esta situación tan contradictoria nos obliga a repensar la inercia que tenemos como sociedad en Colombia. Nuestro país está sumido en las relaciones amigo/enemigo desde hace muchas décadas, debido a una serie conflictos sociales nunca resueltos que ahora encuentran una nueva oportunidad para expresar intolerancia en la convivencia o aun en el confinamiento, y que está presente en múltiples situaciones: el genocidio de líderes sociales, ambientales, indígenas o de desmovilizados de las guerrillas; el señalamiento de terroristas y el asesinato o persecución de periodistas u opositores, que denuncian la corrupción en sectores dominantes o del Estado; los asesinatos entre barras bravas. Incluso, la violencia intrafamiliar y de género, incrementada durante el confinamiento.
En Colombia somos tan letales para nuestra especie como lo es el coronavirus. ¿Podemos cambiar? ¿Desmovilizaremos la discriminación y la estigmatización de otros? ¿Seremos intolerantes o solidarios con los infectados, el personal de salud y los más vulnerables? El miedo es el mayor movilizador contra amenazas al orden, a la vida o a la salud, y si no lo controlamos o lo exaltamos, siempre encontremos un enemigo para señalar y atacar.
[1] Reuters: Crece discriminación a personal médico en Latinoamérica por el COVID-19