Esta es una semana de escándalo y de amargos recuerdos por cuenta del denominado narcoterrorismo. Por un lado, el ventilador del bautizado por la prensa: hacker, Andrés Sepúlveda, que no dejó títere con cabeza, sobre todo las uribistas. Un escándalo que la justicia deberá dilucidar y esclarecer, para bien de las instituciones y del país.
Porque, de ser verdad todo lo dicho por Sepúlveda, sobre espionaje, ordenes oscuras y sucias estrategias para ganar la Presidencia, contrario a lo que se percibe, sería un bautizo de fuego para la sociedad, pero a la vez, nos quitaría la venda de los ojos, sobre algunos sectores políticos y militares que han estado siempre a la sombra de las decisiones más controvertidas e incluso criminales de las últimas décadas.
Saber la verdad es lo único que debe impulsar a las autoridades, porque las verdades a medias son más dolorosas por el halo de incertidumbre que llevan a cuestas. Conocer la verdad nos libera, nos abre los ojos, nos deja en camino de un cambio. Por tanto, el que el hacker demuestre con pruebas sus acusaciones, es el único bálsamo que necesita un país en el cual, las mentiras y las dobles caras son el pan de cada día, en la política nacional.
Recuerden la máxima de que la verdad os hará libres
Y por los lados de alias Popeye y sus espinacas explosivas, sus 200 asesinatos a cuestas y su pasado criminal como lugarteniente del cartel de Medellín, son el reflejo vivo de que debemos comenzar ya un cambio generacional y de mentalidad, sobre el país que queremos: si uno donde los carros bomba de Pablo Escobar eran los reyes del barrio, o uno donde nuestros hijos y nietos puedan vivir tranquilamente, sin la zozobra de la guerra a cuestas.
Porque, más allá de la polémica sobre si fue o no justa la condena de alias Popeye, es necesario reflexionar sobre lo que causó este capítulo triste de nuestra historia reciente: la incursión del narcotráfico, la ambición de poder y la muerte que rondaba en las esquinas.
Sin olvidar, hay que perdonar. Lo dice una persona, cuyo padre fue asesinado por el narcotráfico en los años 80, un dolor infinito, sí, pero que hay que transformar en respeto por el otro, para que la muerte del ser querido no quede en titulares de prensa, sino que trascienda en el tiempo.