De golpe me volví cachaca
Opinión

De golpe me volví cachaca

Por:
octubre 21, 2013
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La primera vez que un juego se convirtió en mi manera de hablar cotidiana yo tenía unos 12 años y había aprendido a hablar fluido al revés, no fonéticamente sino por sílabas.

Todo empezó con una diatriba que echaba el papá de una amiga: nos contaba Caperucita Roja al revés, “ta-ci-ru-pe-ca ja-ro” y yo aprendí a repetirla y luego a hablar así todo el tiempo. Yo iba al gio-le-co por la na-ña-ma  y enloquecía a mis gos-mi-a con mi nuevo dialecto extraño que muchos confundían con italiano. Paré, por suerte, cuando un día me descubrí agradeciéndole a una tendera con un cias-gra, natural, salido de lo más profundo de mi ser y entonces pensé que, si bien probablemente no iba a olvidar el español al derecho, no era del todo conveniente que palabras de ñol-pa-es se colaran en mi vida cotidiana sin mi expreso permiso. Mis amigos me agradecieron.

Muchos años después (o no tantos, no me acuerdo) detallé la maravillosa forma de hablar de un tío político cachaco y de mi abuela paterna (la única de Bogotá) y aprendí a imitarla. Aprendí a aguzar mi tono, llegando a ese amabilísimo punto en el que se reemplazan las erres por elles y el complejo sonido “str” por la che y muchas eses simples por eshes. Aprendía alternar el sufijo ísimo con diminutivos para adornar mis descripciones y a convertir los adjetivos en adverbios, a incluir un “¿no?” a modo de puntuación oral, que no busca preguntar nada sino más bien dotar de firmeza absoluta la afirmación anterior y, por supuesto, a hablar rapidísimo pero con intervalos largos, alentando mi ritmo, colando, frase que va, frase que viene, una referencia familiar a algún pariente también cachaco (inventados la mitad porque, valga la pena la aclaración, algo así como el 75% de mis genes son paisas):

“Muecha ese lleloj que te regalaron, ala. (silencio) Se parece mucho a uno que tenía Tío Guillermo, el esposo de Tía Julita, el que trabajó en Coltejer ¿no? No, no no, esh que te queda divinamente.”

Y así empezó el chiste. Podía contar historias familiares inventadas en las que visitábamos a Papá Enrique en su casa Boyacá y rastrear árboles genealógicos completos desde (una tal) tía Elvira hasta mi primo Rafael, al que le decían el Pato Gutiérrez, ¿no?, revelando sobre todo que mi maestría del cachaco tradicional era casi virtuosa. Mis historias eran una machera, y lograba inventarme cosas bien simpáticas, a imitar esa amabilísima hipocresía cachaca (que tanto aborrece la gente “de provincia”) y a entender que la mitad de ser una persona regia está en la forma de hablar: pausado pero seguro, siempre cordial, y repitiendo levemente lo importante ¿no?, repitiendo lo importante para que no quede duda.

Imitaba y me reía al oír a todo cachaco auténtico y reparaba en sus tics y en sus mañas, para perfeccionar mi propio estilo. Ala, de lo que sí no me di cuenta fue cómo ni cuándo yo empecé a puntear mis frases en serio con “ala”, a decir de golpe cosas como de golpe y a saludar espontáneamente “quiai cómo te va”. Siempre tuteando, siempre cordial, siempre regia.

Fueron mis papás, sí mis papás, los que se rieron de mi en la mesa cuando puntié una frase casual con un “¿no?” final, el mismo “no” del que tanto me había burlado hacía no mucho, ¿no?

Y así, si bien no he introducido a mi vocabulario cotidiano el “ala carachas” o palabras pintoresquísimas como granuja, prensa o francachela (¿no?) ha sido por pura fuerza de voluntad y veto activo de mis amigos quienes, no crean, también me acompañan en este camino de cachaquización.

A lo mejor así ha pasado con el cachaco siempre, ¿no? A lo mejor a nadie le parecen las cosas chéveres chirriadísimas o de ataque desde siempre sino que más bien lo que pasa es que adoptan palabras que les suenan simpáticas o que dice la gente a su alrededor y así y, poco a poco, se vuelven parte de cada quien. De hecho, entre las personas rolo-cachacas que conozco hay varias que no son ni siquiera de Bogotá: el profesor al que les robé las palabras “granuja” y “prensa” es del Valle, creo, y mi tía de Medellín, como dice mi tío de Medellín, es ya tan bogotana —a fuerza de vivir aquí  tantísimos años—  que parece graduada del Gimnasio Moderno.

De pronto no hay tal cosa como nacer cachaco de pura cepa (seguro se puede tener cepa cachaca pero para ser cachaco hay que hacerse cachaco). De pronto así es con todo, con lo que es en chiste y con lo que es más en serio. Por eso, de pronto, ahora camino por el mundo hablando ligeramente cachaco —que es de ataque— pero también cuidándome de lo que me da por imitar e incluir en mi vida —de a quien me da por escuchar, con quien me da por andar—. Porque, si algo aprendí es que con estas parodias tengo que ir con cuidado no vaya y termine yo como lo imitado. Y, ¿si ven?, por andar pensando en cachacadas termino rimando como si esto fuera una de esas fábulas de Rafael Pombo que chiquita me sabía de memoria. Ese es, de pronto y pensándolo bien, el punto donde empezó este largo proceso de cachaquización: “El hijo de Rana Rinrín Renacuajo salió esta mañana muy tieso y muy majo. Con pantalón corto, corbata a la moda, ¿sombrero encrispado y chupa de boda?” No, es algo así aunque no así, ya no sé, pero bueno, dejemos ahí.

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