Desde hace un año los “chalecos amarillos” no dejan dormir tranquilamente a Macron. En Hong Kong las protestas llevan 5 meses y, aunque, Xi Jinping pareciera estar tranquilo, no ha encontrado la forma de acabar con la conmoción social. En otras partes del mundo han explotado movilizaciones similares entre las que se destacan las de Irak, Haití, Cataluña, Líbano, Ecuador y Chile, todas masivas, sostenidas y beligerantes. Pero se anuncian y prevén otras, muchas otras.
Esas protestas presentan características comunes en medio de su particularidad. Nadie con visibilidad reconocida las organiza, programa y controla; irrumpieron en la vida de sus respectivos países con ocasión de un motivo concreto (incremento de precios del combustible o el boleto del metro, decreto de extradición, etc.) pero por debajo se cocinaba una profunda inconformidad con el sistema de vida y la institucionalidad existente.
Ni los gobiernos ni los partidos políticos, incluyendo los de izquierda y derecha, han podido descifrar esas expresiones masivas de rebelión. Todos, de una u otra forma, quieren canalizarlas y conducirlas hacia la institucionalidad para volver al “orden”, la “paz” y la “tranquilidad”, pero no han logrado su propósito en la mayoría de los casos.
Uno de los problemas que tenemos a la hora de analizar los hechos es que estamos acostumbrados a separar la forma del contenido. Por eso no logramos ver más allá de lo que se alcanza a observar en la superficie. El lente no nos sirve, ya sea que está sucio o distorsionado, o, tal vez, no se necesite lente. Hay que intentar vibrar, resonar, sentir, para entender.
Lo más interesante que se percibe por lo que se publica en las redes sociales es el encuentro y la comunión viva e intensa entre diversos sectores de la sociedad que hasta ahora estaban separados. Vivos y muertos; hombres, mujeres y diversos; adultos, jóvenes y niños; abuelos y nietos; gentes de diversas clases, etnias y culturas; y se intenta superar diferencias de tipo religioso y partidista.
Los vivos traen del pasado a referentes muertos que pueden ser personajes, banderas o canciones; las luchas recientes contra la discriminación por tendencia sexual o por identidades étnicas o culturales son redivivas y potenciadas; las reivindicaciones económicas, sociales, políticas o culturales que habían quedado congeladas en medio de negociaciones y trámites burocráticos, buscan nuevos cauces de solución o son replanteadas por efecto de la fuerza de las movilizaciones. Todo pareciera ser posible y lo imposible se alcanza a hacer visible y a palpar.
La mayor preocupación de las clases y sectores dominantes consiste en que saben que el “enemigo es poderoso” (dixit Piñera) pero no lo pueden ver a los ojos, no logran identificarlo con claridad, y por ello, están asustados. Le declaran la guerra un día y al otro día pretenden calmarlo con concesiones (revocan la medida administrativa que originó el levantamiento, ofrecen renuncias, realizan cambios de gabinete, prometen reformas, etc.) pero el “monstruo multicolor” sigue allí, no lo pueden controlar ni domesticar.
El encuentro y la comunión es lo más interesante y alentador. Rompe con barreras y prejuicios; genera nuevas formas y tipos de solidaridad; despierta y alienta sueños imposibles; desencadena energías con el ejemplo práctico; hace que la gente se autodescubra; desencadena alegrías y goces gratuitos y simples que la gente nunca había sentido porque no tienen precio ni marca ni límite; desmitifica el poder y hace ver a los gobernantes como verdaderos payasos que intentan colocarse al lado de los protestantes para no reconocerse en su soledad y quieren ocultar su debilidad que ha quedado al desnudo.
Lo más hermoso y emocionante de estas protestas es que el sencillo encuentro de millones de personas en las calles genera miedo entre los que nunca habían sentido miedo, y entre los que nunca podrán sentirse tranquilos en las calles.
No sabemos qué pasará con cada una de estas experiencias. No podemos prever si lograran cambios y reformas. De lo que estamos seguros es que quienes están involucrados, quienes viven de cerca los acontecimientos y vibran con las increíbles manifestaciones de creatividad que han mostrado los pueblos en movimiento, ya cambiaron. Y esos cambios —tarde que temprano— van a concretarse en transformaciones sustanciales porque los portan las mujeres y los jóvenes.
Lo que podemos apreciar con total nitidez es que en su momento los pueblos luchan por dignidad, por respeto, porque los reconozcan. Y lo que podemos resaltar es que detrás de algo tan simple y, aparentemente, indefinido, existe una potencialidad infinita que recién muestra la “corona” de su cabeza, o tal vez, las garras o la piel. No lo sabemos.
Tal vez los dirigentes y las organizaciones sociales y políticas existentes no estén preparadas para explorar las profundidades de ese “monstruo multicolor” y contribuir con el desencadenamiento de toda su potencia popular, pero lo que sí pueden hacer es replantearse muchas cosas. De eso dependerá que logren “conectar” con aquello que está emergiendo ahora. Frente a nuestros ojos.