De Filaucia y el amor propio según Rotterdam

De Filaucia y el amor propio según Rotterdam

La noción que plantea el escritor en 'Elogio de la locura' es incongruente en esta sociedad: el capitalismo ha enseñado que nada tiene vigencia más allá de cierto tiempo

Por: WINSTON MORALES CHAVARRO
febrero 02, 2021
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De Filaucia y el amor propio según Rotterdam

Erasmo de Rotterdam, en su magistral tratado Elogio de la locura, nos habla de Filaucia, hermana de la locura, quien se sienta a la diestra de esta. Filaucia, según el escritor holandés, es el amor propio, ese sentimiento de afecto hacia las cosas que hacemos, muy distinto al narcisismo que, palabras más, palabras menos, significa no tener ojos, sino para nuestros propios reflejos; enamorarnos de la imagen hasta adolecer de razón o de lógica.

El amor propio, según Rotterdam, hace que todo el mundo esté contento de su fisonomía, de su ingenio, de su nacimiento, de su categoría, de su educación y de su patria. Nada más falso que eso –por lo menos en lo que a nuestra época se refiere–. Está más que comprobado, en esta desestructura social, que el hombre contemporáneo aparece cada vez más desconectado con lo que es, con lo que hace y con lo que tiene.

Ese amor propio del que nos habla Erasmo, en un libro que data de 1512 y sigue tan vigente como la harina, resulta ser algo incongruente en una sociedad como la nuestra, en donde el capitalismo nos ha enseñado que nada tiene vigencia más allá de cierto tiempo (la obsolescencia de los objetos, de la que nos hablara Jean Baudrillard).

Por eso el mundo de los objetos, carente de amor propio y sentido de arraigo, es obsoleto, evanescente, insustancial. El movimiento y el cambio, que en nuestra sociedad viene a ser un principio cuasi filosófico, obliga a la renovación inmediata, al cambalache perpetuo, al flujo perenne de la autocomplacencia y la mercancía.

Entonces cada vez aspiramos a más; somos menos agradecidos con la naturaleza, la cual nos entrega lo mejor de sí a través del cosmos y sus correspondencias. Nadie está contento con su físico: algún defecto vemos en donde hay perfección; el salario que ganamos no es el mejor: no alcanza para nuestras aspiraciones (que cada día son mayores).

"Tengo un busto pequeño" dice la muchacha que puede amamantar un regimiento; "no me gusta mi nariz" grita a los cuatro vientos aquella que tiene el rostro de Cleopatra; "me faltan músculos" musita el adolescente que tiene más carne que materia gris; "mi carro está pasado de moda" rumia el empresario que tiene un modelo 2019; "mi mujer se ha puesto vieja" expone el viejo de 70 que tiene una doncella de 35; "esta universidad es muy mala" aúlla el primíparo que recibe clases de Rodolfo Llinás; "tiene que existir un mejor catre que este" grazna el caballero que acaba de rozar el cielo en el vientre de Mónica Seles.

Nunca estamos contentos, algún error tiene que registrar nuestra existencia.

Que si hace calor, que si hace frío, que si nieva, que si llueve. Por eso la mortandad de los objetos pretende salvarlo todo: aceites, cremas, champús, enfriadores, teléfonos inteligentes, automóviles, el colágeno de la eterna juventud. Todo está perfectamente diseñado a través de la simulación (la publicidad) y el simulacro (la máscara). De allí que pocas veces un “feo” haga un comercial para la televisión o un mueco promocione una crema de dientes. Las niñas que hablan por Claro tienen una sonrisa de oreja a oreja, que la mejor manera de ser felices es hablar por esa compañía. No hay de otra.

Ese adagio popular: "Si no tienes lo que quieres, quiere lo que tienes", está mandado a recoger, se encuentra en plena decadencia. "¡Qué ceba!", grita la adolescente cuando comprueba que su teléfono celular se está "rezagando" por otros de una “gama más alta”. "Si no tengo lo que quiero soy infeliz, mi vida no tiene sentido, carece de norte", sisea la adolescente que prepara en su bitácora el suicidio.

El amor propio está afuera, ha dejado de ser propio para proyectarse en la complacencia de lo externo (otro defecto de ciertas iglesias, que buscan afuera lo que está adentro).

Para finalizar, dice Erasmo: "Cada uno debe acariciarse a sí mismo".

A acariciarnos, pues (a amarnos los unos a los-sobre los otros) no importa que en el intento nos digan que nos van a brotar pelos de las manos.

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