De cuándo acá los pobres nos volvimos tan arribistas

De cuándo acá los pobres nos volvimos tan arribistas

"La gente, a través de la red, se siente igual y poderosa, además de deseosa de vivir como lo hacen quienes exhiben propiedades y lujos"

Por: Gladys Peñuela-Kudo
noviembre 18, 2019
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De cuándo acá los pobres nos volvimos tan arribistas
Foto: Julianprescott2604juuly - CC BY-SA 3.0

Sin duda, en la mayoría de países del mundo la economía ha crecido. Así como su población, la esperanza de vida ahora es mucho mayor que la de hace dos siglos. La globalización ha uniformado a las sociedades: todos los ricos del mundo se parecen y a todos los pobres del mundo los agobia la misma pobreza. El rápido ascenso de los medios electrónicos de comunicación ha hecho que la información sea veloz y llegue en instantes a todos los rincones del planeta. La gente, a través de la vasta red, democrática, incógnita y malévola, se siente igual y poderosa, además de deseosa de vivir como lo hacen quienes exhiben propiedades y lujos. Sin embargo, la realidad no es tan igualitaria, así los anhelos intenten serlo.

Esto ha creado una especie de arribismo entre quienes menos tienen, ya que es muy común ver que las personas de todos los estratos hacen lo que sea por exhibir una marca reconocida, así sea adulterada. De ahí el inmenso auge, en todo el mundo, en especial el subdesarrollado, de las falsificaciones o réplicas, como eufemísticamente se les conoce. Cualquier pobre del planeta desea usar unos tenis, una chaqueta o una sudadera que exhiba, ojalá en grandísimos caracteres, cualquier marca famosa, de esas que sí pueden comprar los ricos. Nada de apoyo, claro, al productor local, a la marca legal pero no tan célebre, al diseñador propio. No, lo que se necesita es tener la ilusión de que se usa lo mismo que el que tiene con qué comprarla. Y eso sin hacer referencia a los amigos venezolanos que llegan a todos los países de América Latina sin nadita de comer, pero eso sí portan gafas y gorras de marca, cortes de pelo elaborados, zapatillas y celulares de alta gama.

Eso va también para los carros. Basta con dar un vistazo a un parqueadero de un conjunto de clase media baja para divisar una cantidad impresionante de carros de marcas lujosas, que fácilmente valen varias veces más que el habitáculo donde reside el propietario. Incluso muchas veces el residente ni siquiera es dueño del humilde apartamento, pero sí lo es del carrazo que exhibe con orgullo, así lo deba casi todo, así tenga que vivir en un cuchitril.

Y ni qué hablar de ese adminículo tan útil, tan complejo, pero tan perverso, el celular, ese aparatico que le quitó a todo el mundo las ganas de leer, amar, ver el paisaje, notar el color de los ojos de la amada… Ese, además de quitar las ganas de hacer algo más, se volvió un símbolo de estatus, falso o verdadero, que como no se puede chiviar, debe comprarse a costa de lo que sea, incluso de la dignidad de no comprar robado o de acostarse comido. Cuántas personas no tienen cama, no tienen buena comida, no tienen dientes, pero sí un celular de última gama, al que deben cuidar más que a los hijos, porque la ansiedad por adquirirlo ha creado un mercado ilegal tan peligroso como el de las drogas ilícitas, y seguramente con razón, por la adicción que genera.

Hace unos meses, la noticia central del telediario más visto del país era que en un colegio público de la Costa los niños tenían que hacer aseo a las aulas. ¿Acaso qué tiene de malo que los niños aprendan a ser laboriosos, cuiden su entorno, colaboren con la institución que los está formando? ¿Acaso los niños japoneses, desde el nieto del señor Toyota hasta el hijo del más humilde trabajador, no han hecho el aseo de su colegio desde siempre? No se entiende entonces por qué los niños de un país pobre, que necesita formación y valores, no pueden adquirir buenos hábitos y tienen que esperar que otro pobre haga por ellos lo que por sí mismos deberían hacer.

Además, siguiendo con el asunto de la educación, no se entiende tampoco por qué razón el hijo de un graduado de la universidad pública no debe ir a ella. Sería loable que esto ocurriera porque sus padres son conscientes que deberían dejar ese cupo para un estudiante más necesitado, pero no. Lo que pasa es que ellos creen que su hijo amado no debe ir a un antro de esos porque corre peligro, porque no se codea con chicos de su nivel, porque qué oso estudiar en esa universidad que tanto les dio. Y ni qué decir de la madre que con tanto esfuerzo sacó a su hijo adelante y luego determina que este, como ahora es doctor o profesional, no debe ayudarle, no debe considerarla, no debe agradecerle, porque su hijo ya no es cualquier hijo de vecino.

Como en casi todo país pobre, la mayoría de la gente no cuenta con vivienda propia y debe vivir en arriendo, sin embargo, ahora es normal ver que quien no tiene casa sí compra electrodomésticos como para una, pero no una cualquiera, sino para una mansión. El de estrato tres tirando a dos compra televisores gigantes y megamuebles que son imposibles de acomodar en un apartamento de los que él puede pagar, es decir, de 50 o 60 metros cuadrados, con habitaciones en las que a duras penas cabe la cama.

Y cuando alguien contrae matrimonio, cumple años, hace la primera comunión, celebra los 15 de la hija, al mejor estilo narco tira la casa por la ventana y se gasta lo de la cuota inicial de una vivienda en una fiesta a la cual va todo el barrio y la familia extensa, la cual luego despotrica y se queja de lo maluca la fiesta y la mala atención.

Podría dar muchos más ejemplos, pero dejemos ahí. Lo único que resta decir es que incluso recordarle a un morenito, con los rasgos indígenas que casi todos los colombianos portamos, que tiene un origen campesino o indígena es toda una ofensa. Ya todos quieren sentirse arios o negar la existencia de la abuela campesina que todos, sin falta, tenemos en este país de mestizos puros.

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