De cómo una estudiante de turismo pasó a ser la mejor cronista de Latinoamérica (Parte I)

De cómo una estudiante de turismo pasó a ser la mejor cronista de Latinoamérica (Parte I)

A la argentina Leila Guerriero le han publicado cuatro libros que compilan sus mejores perfiles y crónicas periodísticas. Su pluma es tan reconocida que hasta Mario Vargas Llosa, la ha elogiado.

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febrero 07, 2014
De cómo una estudiante de turismo pasó a ser la mejor cronista de Latinoamérica (Parte I)

Quería explicar la crisis financiera que reventó a la Argentina desde adentro en diciembre de 2001, pero no pude. Encontré en Google que se le llamó ‘corralito’ a la idea de un ministro de que los bancos no devolvieran los depósitos a los ciudadanos para, entre otras cosas, darle un respiro al Estado que necesitaba liquidez, más todo se fue al traste. De todo eso sé que el Presidente era Fernando de la Rúa y los colombianos nos dimos cuenta de que era el papá de Antonio de la Rúa, el novio de Shakira, y que a Shakira ya no la querían ni ver ni escucharle sus canciones. El caso es que quería explicar la crisis financiera Argentina porque por esos días Leila Guerriero era periodista del diario La Nación y empezaba, sin saberlo, en tiempos convulsos, el inicio de una de las obras narrativas con más músculo entre los cronistas latinoamericanos. Por esos días, digo, ya planeaba la reportería del primero de sus libros: Los suicidas del fin del mundo. Y por esos días, también, empezaba sus trabajos memorables, los que reuniría en la selección de Alfaguara, Frutos Extraños.

Los periódicos no tenían con qué pagar. Las revistas independientes no tenía con qué pagar. Y desde afuera se miraba con recelo lo que pasaba en la Argentina. Leila siguió en La Nación y, sobre todo, siguió escribiendo, no paró, aunque pocos la respaldaran en esos primeros años debido a la crisis.

El periodista, el periodismo, siempre se revuelve y eran tiempos convulsos.

Por esos días, me escribe Leila desde la Argentina, vivía en una apartamento de dos ambientes en Almagro, comuna cinco de Buenos Aires. Trabajaba en el suplemento de La Nación y también colaboraba con otros medios que no eran competencia directa. Buscaba en revistas independientes, en revistas del mismo grupo económico, en revistas de otros países, buscaba, hacía eso que los periodistas se supone que hacen.

—¿Y cómo en esos momentos, cuando la plata no era lo que más sobraba en la Argentina, fue que hizo Los suicidas del fin del mundo? —le pregunté.

—Tampoco hacía falta un apoyo económico muy fuerte para ir a la Patagonia, al hotel más modesto que se pueda conseguir, y fuera de temporada, y a un sitio nada turístico  —respondió Leila.

Y esto suena a lugar común, pero mientras muchos se lamentaban, Leila se lanzaba a Las Heras, un pueblo venido a menos después de una bonanza petrolera, con sus propios medios, sacando vacaciones, días libres, licencias. Secretamente, sin que nadie lo supiera, se lanzaba.

En una entrevista que le hizo el escritor Ramón Lobo para la revista española Jot Down, Leila hablaba de la crisis como catapulta, como el impulso para dejarlo todo: “En América Latina vivimos esta dinámica de crisis desde que nacemos. Cada cinco o diez años hay una crisis en la que el Gobierno o el banco se queda con tu dinero, o tu dinero no vale nada. Hay que tener un plan A y diecisiete planes B. Uno crece en esa dinámica en todos los ámbitos: laboral, privado… Vives con precaución y a la vez con un espíritu kamikaze, porque si eres precavido todo el tiempo terminas no haciendo nada”.

Hablemos de lo que se sabe: existía un cuento que se llamaba —se llama, uno de tantos de esa época de antes de todo— Kilómetro cero, que terminó, en los últimos días de 1992, publicado en Página/12 gracias a que Leila dejó en la recepción del diario un sobre marcado para Jorge Lanata, el director. En el libro Domadores de historias, que publicó la Universidad Finis Terrae, Leila cuenta de esa mañana cuando su padre entró al cuarto y le dijo que su cuento estaba en la contratapa del periódico y lo que hizo luego: “Llamé de inmediato al diario y la secretaria me dijo 'ay, Jorge te estaba buscando como loco, te paso'. Yo había dejado el sobre sin un teléfono. Nada. Cuando me atendió, me dijo 'en todos los años que trabajo en este diario, es primera vez que público algo de alguien que no conozco. Quién sos. Vení que te quiero conocer'. Fui, me preguntó qué quería hacer, le dije 'escribir', y me dijo que si quería escribir no podía vivir en Junín, 'tenés que vivir acá' y le dije 'bueno, si tenés un trabajo para mí, avisame'. Yo era un kamikaze, de periodismo no sabía nada”.

Un kamikaze, un avión duro, rápido, veloz, que derrumba edificios.

Jorge Lanata diría después que él la vio, que a esa muchacha la había sacado de la caja de un supermercado, que a esa muchacha que escribía cuentos y poemas nada románticos en Junín, él le había dado el primer trabajo: fue periodista de la revista mensual de Página/12, Página/30, donde publicaba Martín Caparrós. Su primer trabajo fue una crónica sobre el caos del tráfico vehicular en Buenos Aires. Hizo entrevistas y entrevistas y entrevistas, más que cualquier periodista, un método que perdura —alguna vez me dijo que andaba apuradísima desgrabando más de cuarenta horas de entrevistas—, el editor quedó sorprendido, se publicó.

—¿De qué se trataba Kilómetro cero?

—Era un cuento de ficción, un relato escrito en primera persona por una mujer que huía después de robar un banco con su novio. Escapaban de la justicia y en ese momento se da cuenta de que se había subido al proyecto de él, sin querer. Los dos eran ladrones, pero la idea de robar el banco era de él y ella aceptó porque estaba enamorada. Era un relato muy duro, con una voz muy bestial, muy dura, muy parca, digamos. Nada ñoño ni nada romántico, yo nunca fui nada romántica.

—¿Escribías muchos cuentos?

—Era lo único que escribía, ficción. Para mi la idea de escribir siempre estuvo en mí. Difícilmente un chico escribiría por primera vez un perfil de su abuela, o una crónica de su barrio, por lo general te inventás un mundo. Leés a Bradbury y de pronto querés escribir como él, te inventás una novelita de eso. Para mí era eso, no existía el periodismo como horizonte.

—¿No volviste a escribir cuentos?

—No.

—¿Cuánto duraste en Página 12?

—De 1992 a 1995, por ahí. Tres años, pónele.

—¿Le debés algo a Lanata?

—Lanata se dio cuenta de que yo era periodista antes de que yo me diera cuenta. Me ofreció mi primer trabajo. Realmente se tiró a la pileta, supo ver, tomó un riesgo en términos de que no sabía quién era yo; le gustó como escribía, me leyó, me publicó y además me ofreció un empleo en un oficio que después encontré que era de un lugar, de una pertenencia, muy natural para mí. Nunca me sentí en algo como decir no sé cómo se va a hacer. El vio en ese relato algo muy periodístico, muy de relato.

—Pero vos estudiaste Turismo, ¿por qué?

—Quería viajar, escribir, no había ninguna carrera para aprender a escribir, para aprender a vivir de escribir. Letras me parecía una carrera que apuntaba más a la crítica y a la investigación, lo que no me interesaba en lo absoluto. Yo quería tener una vida de viajar y turismo y sus materias incluía lo que se suele llamar de mala manera cultura general: historia del arte, geografía, folclor, tecnología, arqueología, antropología, historia, y todo eso me pareció que podía darme una idea. Sin darme cuenta estaba buscando ya esta cosa medio enciclopédica de los periodistas, que somos especialistas en una cosa por mes, cada mes cambiamos de especialidad. Y también pensaba en un carrera que me iba a permitir ganarme la vida, equivocadamente, decir bueno, voy a buscar un oficio que me permita ganarme la vida y en los ratos libres hago lo que me gusta, que es la peor trampa para no estar bien, para tener una vida frustrada.

Lanata - De cómo una estudiante de turismo pasó a ser la mejor cronista de Latinoamérica (Parte I)

El reconocido periodista Jorge Lanata, fue quien descubrió el talento de Guerriero. Lanata fue director de Página 12 y hoy dirige el programa de periodismo más visto en ese país. [Foto Perfil]

***

A las redacciones de los periódicos llegan todos los días cientos de correos sin un destinatario fijo.

Alguien, una empresa, una oenegé, algún ciudadano preocupado, motivado, no sé, envía un folleto, una presentación en Power Point en la que denuncia que el pueblo tal está en la pobreza absoluta, o que en otro pueblo pastores evangélicos viven como multimillonarios y no dejan entrar mancos a sus iglesias, o que hay un proyecto de unos jóvenes... lo que sea. Todos en la redacción reciben esos mensajes. Inmediatamente aparecen en la bandeja de entrada, se mandan a la papelera. En el año 2000 Leila recibió un correo que la intrigó, todos lo recibieron en el diario La Nación pero ella se detuvo y lo leyó, así empezó todo.

El nueve de diciembre de 2006 el diario español El País publicó una reseña de Los suicidas del fin del mundo, allí se dijo: “Guerriero encuentra un género que incorpora herramientas del relato de ficción pero se atiene a las reglas de la investigación periodística. Es difícil no pensar en el antecedente de Truman Capote, desde la misma posición del autor, que parte de la gran ciudad a la localidad provinciana para escribir el crimen, moviéndose en un campo cargado de recelos y de laboriosas complicidades”. Los suicidas del fin del mundo cuenta la historia de Las Heras —en la Patagonia— y una oleada de suicidios que se sucedió entre 1997 y el 31 de diciembre de 1999. Un relato en el que, además de contar cómo fueron los suicidios, aborda la desolación más absoluta, el tedio más rancio en el que vive un pueblo en el olvido.

Es noviembre. Empezamos la entrevista sentados en una cafetería muy cerca al hotel Milla de Oro en Medellín. Leila está en la ciudad con motivo del premio Gabriel García Márquez de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. La periodista viste una blusa negra, una chaqueta negra, un bluyín y unas botas café oscuro, lleva un bolso y a veces, cuando el sol cae directo, usa unas gafas oscuras. Le pregunto primero por este libro, publicado en septiembre de 2006, luego de años de trabajo, de reportería que se sucedía entre los días de la redacción en La Nación y otras colaboraciones.

—¿Cómo llegás a la historia de Los suicidas del fin del mundo?

—Mirá, un poco como se cuenta en el libro. Yo estaba trabajando en el diario La Nación, donde trabajaba de planta en la revista del domingo, y me llegó un día por mail una gacetilla de una oenegé que se llama Poder Ciudadano y decía ahí que iban a implementar un plan de resolución de conflictos sin violencia en varios lugares de la Argentina y entre ellos en un pueblito del sur que se llamaba así y asá, que era Las Heras, porque ahí había habido, no sé, un veinticuatro por ciento de desempleo, una enorme cantidad de violencia intrafamiliar, no sé, la petrolera. Decía que se habían suicidado veintidós personas jóvenes en un lapso de un año y medio y estaba todo el combo ese de petróleo, Patagonia, interior, desempleo, etcétera, las muertes de estos chicos.

—Gracias —le dice Leila a la mujer que con voz chillona le pregunta qué quiere tomar y Leila pide un café con leche.

—perdón —vuelve—, ¿lo quieres con azúcar o con endulzante?

—Endulzante, gracias.

Y continúa:

—Me llamó mucho la atención porque cómo puede ser que esta historia esté pasando en un pueblo y que no esté toda la Argentina volteando, mirando a ese pueblo para ver qué es lo que pasa. Me pareció también como un registro, por lo menos por lo que decía esta gacetilla, como una especie de muestrario de todos los problemas sociales que atravesaba la Argentina en ese momento: el desempleo, la falta de perspectiva de los chicos. Eso era en 2000, antes de la crisis. Y, bueno, así fue que me enteré. Y esa gacetilla le llegó a todo el diario, supongo, y nadie le dio ni cinco de importancia.

—¿Pero lo que te atrae del comunicado son los suicidios?

—No, todo, todo. De los suicidios, precisamente, me parecía imposible que hubiera un lugar como el que describía esta gacetilla, es que el desempleo de jóvenes era del cien por ciento, y era una de las hipótesis de los suicidios. Me llamó la atención todo eso. Me gustaba mucho la historia, un pueblo chiquito al interior de la Argentina, petróleo, al lado de prostitución, una cosa muy tremenda, muy turbia, muy marginal en medio de la meseta patagónica que no es como el paisaje típico de la maravilla del lago, de la montaña y todo eso.

—¿Y de primerazo lo pensaste como una crónica para La Nación o como un libro?

—Lo pensé como una crónica, en ese momento colaboraba para Rolling Stone, que es una revista del grupo La Nación y lo ofrecí ahí, como una crónica. Pero después pasó lo que pasó, la crisis de 2001, y la revista se vio sin presupuesto para pagar viajes y me dijeron me encanta pero no lo podemos hacer. Y eso fue.

—¿Antes de llegar a Las Heras ya había toda una prereportería?

—Sí, muchísimo reporteo. Lo primero que hice cuando pasó esto fue correr a fotocopiar la guía telefónica de Las Heras y empecé a llamar por orden alfabético y la tercera o cuarta persona que llamé, justo, era el hermano de la primera chica que se había suicidado. Y bueno, le conté con toda sinceridad quién era yo, qué quería hacer. Todavía no había hablado ni con mi editor ni nada, la historia como que me enganchó y bueno, nada, le dije quién era yo y el tipo dijo yo soy justamente el hermano y así fue mi contacto. Le dije me gustaría que vos, si te parece que es un tema muy doloroso para que yo te pida esto me decís, pero si podés, me ayudaras con otras familias o si pudieras pasarme los apellidos de las otras familias y yo los voy llamando, y fue muy amable, muy generoso. Había una gran necesidad de hablar en alguna gente y me puso en contacto con otras familias. Bueno, yo preproduje mucho pero también había que hacer, una vez ahí, muchas entrevistas porque era un tema muy doloroso, no era un caso como el de Una historia sencilla, que es muy cándido. Además, pensé, no iba a llamar a todo el mundo por teléfono; entonces contacté a cuatro o cinco personas y al resto los dejé para cuando estuviera ahí y demostrarle a la gente que mi trabajo era serio y que no quería meter el dedo en la llaga del dolor. Y el hecho de ir y volver una y otra vez, creo, fue convenciendo un poco de eso a la gente, de que yo era alguien que estaba comprometida con mi trabajo y no quería llegar y prender el grabador y cuénteme cómo se mató su hijo y ya. Los veía muchas veces, había familias muy abiertas y otras no, yo asiduamente pasaba por sus casas todos los días, a saludar, a entrevistar, a cualquier cosa.

En el último conversatorio en Casa de América, Juan José Millas dijo: "Leila Guerriero es, de lejos, la mejor de nuestras reporteras. Leer sus crónicas es como leer el mundo". [Foto Casa América] - De cómo una estudiante de turismo pasó a ser la mejor cronista de Latinoamérica (Parte I)

En el último conversatorio en Casa de América, Juan José Millas dijo: "Leila Guerriero es, de lejos, la mejor de nuestras reporteras. Leer sus crónicas es como leer el mundo". [Foto Casa América]

—¿Entonces no fue un solo viaje de reportería?

—Fui y vine varias veces, no te puedo decir la cantidad. Ahora menos que me acuerdo. El primer viaje fue muy corto y el último de los viajes fue el más largo, yo no me acuerdo si fueron veinte, veinticinco, diez, quince días, ya perdí un poco la noción. Si te fijás bien, en el libro no hay ningún momento en que se diga hoy es jueves cuatro de no sé qué, precisamente el tiempo está borrado para que se pueda trabajar sin problema.

—¿En el último viaje es que te encontrás con las protestas en la carretera que mencionás en el libro y que parece que te dejaran allá encerrada? ¿Había mucha presión con esto?

—Esto de los piquetes me pasaba dos por tres cada que iba. Y sí, había esa zozobra horrible de que me quedaba ahí aislada, la desesperación por pensar eso. Además, yo no le contaba a nadie y en el diario pedía el tiempo para irme, yo no le decía a nadie, me tomaba mis vacaciones; yo no tenía porque dar explicaciones porque pedía mi tiempo como correspondía y la verdad es que me hubiera visto en un problema importante si me hubiera quedado varada en algún momento sin poder volver. Y, bueno, en un momento casi me quisieron sacar con una avioneta de YPF —la petrolera—, o sea, había todo un plan, pero no, al final se abrió el camino y pude salir sin ningún problema. Pero yo prefería mantener la distancia, porque había mucho conflicto entre la gente de YPF y el resto, y yo no quería eso, y si la gente de YPF me hubiera sacado en una avioneta, hubiera quedado como debiendo un favor grande y no quería, viste, trataba de no hacerlo.

—Y ahora que decís que nadie sabía del trabajo, siempre está el fantasma de tu hermetismo...

—Siempre ha sido así. Pero no me parece que sea hermética, hay mucha gente que trabaja así. Me parece que cuando vos empezás a hablar de alguna historia antes de que en vos mismo la historia esté contada, la exponés a opiniones que le pueden hacer mal, y te podés dejar influenciar. A lo mejor le contás la historia a alguien y te dice: ¿y qué le ves de interesante vos a eso? No sé, yo creo que uno tiene que mantener la certeza, la fe en la historia, y mi manera de mantener esa certeza es eso, manteniéndolo todo entre la historia y yo. Si ponés una historia ante cien opiniones, vas a tener cien opiniones diferentes. Yo, de todas maneras, soy una persona muy segura, no dejaría de trabajar en algo porque una persona me dice, pero sí siento que por ahí pudiera vulnerar el punto de vista que tengo. Prefiero trabajar tranquila: la historia y yo, y no mi amigo y mi amiga y el periodista y vos y el editor y qué se yo.

—¿Todos los personajes de Las Heras son como muy del margen, de una realidad al borde de lo inverosímil, del tedio más absoluto, todos tenían esa necesidad de hablar o había personajes más reticentes?

—Sí, sí. Había gente muy difícil y lo entiendo perfectamente, pero también entiendo perfectamente que yo quería hacer mi trabajo y no me podía ir de Las Heras reconstruyendo la historia de tres personas nada más a fondo, y el resto bueno, más o menos contadas. Mi compromiso con contar la historia era contar toda la historia, a nadie obligué a hablar, obviamente, pero si la mamá se negaba yo trataba de reconstruir la historia por otro lado.

—Uno se imagina Las Heras como una película del lejano oeste con las calles vacías y el viento terrible...

—Sí, es muy así. Un día, me acuerdo, creo que lo puse en el libro, me paré en una esquina y miré para un lado y para el otro, laaaaargo rato, nada. Viento, viento, viento y un viento absolutamente inverosímil. La verdad, yo no sé si soy un buen ejemplo porque yo peso cincuenta kilos, pero de verdad no te dejaba avanzar por un momento, y es un peligro. Salís a la calle con ese viento y vuelan las chapas, de hecho, a mi me voló una tapa, yo no creía en esto, de verdad me decían no salgás a la calle cuando hay tanto viento porque es peligroso, hasta que me voló una cosa de un tacho de basura de acero que me pasó así —se lleva la mano recta, paralela a la nariz— y dije oh Dios. Igual seguí saliendo, porque yo no tenía mucha posibilidad. ¿Viste? en los pueblos chicos no hay buses, no hay nada, la gente se mueve en bicicleta o en auto, y yo auto no tenía ni posibilidad de alquilar, así que bueno, iba caminando a todas partes.

—¿Cuánto tiempo tomó la investigación y la escritura del libro?

—Yo no me acuerdo de eso, porque ya pasaron añares, pero la escritura del libro me llevó un mes y medio, más o menos, de jornadas muy largas, y la investigación, no sé, el primer viaje fue en marzo de 2002, creo, y el libro lo escribí en 2004 y 2005. Así que eso.

—No es muy difícil escribir con un espacio tan largo entre la reportería y la escritura?

—Sí, lo que pasa es que no fueron tres años así. Las Heras está a miles de kilómetros, la época en la que yo iba no había internet en Las Heras y no podía mantener el contacto con ellos. El contacto era cuando iba o con algunas personas que podía hablar por teléfono, así que el trabajo fue duro. Ellos me iban contando por teléfono lo que pasaba. Ahí en el libro aparece lo de esta nena que se hundió en el charco de basura, que es un horror, que se ahogó ahí. De esas cosas me iba enterando porque me llamaban. Yo iba tomando nota de eso, y cuando iba al pueblo hacía como un recorrido, un barrido, iba reconstruyendo mi próximo viaje con eso, haciendo citas. Creo que después de ese último viaje largo que hice que fue como en noviembre de 2004, a los dos meses me puse a escribir. Pasó diciembre y enero y en febrero me puse a escribir.

—¿Y después de un tiempo seguís con algún contacto en Las Heras?

—Con Rulo, el DJ, que ahora vive en Buenos Aires. Él decidió mudarse a Buenos Aires y está viviendo de la música, así que bien.

—¿Qué te produce esa cosa de ayudar un poco?

—Creo que hace parte un poco del sentido común, si uno le puede dar la mano a una persona que le ha ayudado mucho, se la da. Sí, me pone contenta, como persona. Pero no lo veo como un necesario desprendimiento de mi trabajo periodístico. Como que siento que mi rol termina en tratar de contar la historia lo mejor posible. También con Rodolfo me imagino que su vida tendrá un cambio por la publicación del libro y yo me voy a poner muy contenta si ese cambio es bueno, pero te quiero decir que hago una escisión de roles.

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Para muchos dos de sus mejores trabajos han sido los perfiles del poeta chileno Nicanor Parra [izquierda] y del escritor Roberto Arlt [derecha]

***

Se sabe que lo de Leila son las historias así como se vienen, a lo bruto, tan disímiles entre sí: el perfil de un mago manco; de un gigante que pasó de la NBA a la lucha libre y de la lucha libre al olvido; una encantadora asesina en serie que mató a sus amigas poniendo un poco de cianuro en el té; cómo un grupo que solo puede sonar un Do mayor y que tiene un baterista con síndrome de Down le da la vuelta al mundo del underground musical; cómo una chica asesina a su hijo segundos después del parto. La inquietud de las historias: cómo cuándo porqué cuáles quiénes qué. De esa rara amalgama nació Frutos extraños, crónicas reunidas entre 2001-2008 y que se publicó en 2009. Todas reporteadas y escritas mientras trabajaba en La Nación. No era esa imagen cándida que se tiene del periodista free lance que vive a tiempo completo para las historias que quiere contar, era la imagen de vivir, de conseguir el dinero para los días y de contar las historias que se quieren contar.

Camilo Jiménez trabajó con Leila Guerriero en la edición de Frutos Extraños y cuenta cómo fue el encargo para Alfaguara: “Cuando me llamaron de la editorial a decirme que habían llegado los textos de Frutos Extraños, Pilar Reyes, la directora de Alfaguara en esa época, me dijo que no me iba a hablar de número de páginas, sino de centímetros, y eran más de 75. Es decir, había una pila de crónicas y perfiles de casi un metro de altura. Lo primero, pues, fue leer todo ello. Ahí me encontré con dos y hasta tres versiones de una misma crónica: una más larga, otra más breve, una con un comienzo así, otra comenzando asá... Pude ver de primera mano la obsesión de un gran autor por su trabajo, y por contar de la mejor manera posible una historia. Luego de esa lectura hice una selección inicial de crónicas y perfiles, ensayos y textos sobre el oficio, y le propuse un orden. Discutimos durante una o dos semanas en correos que iban y venían varias veces al día (yo también soy un poco obsesivo con mi trabajo), y una vez definida la selección final de textos comencé a trabajar en cada uno de ellos. Son textos publicados en las mejores revistas de América Latina (El Malpensante, Paula, Gatopardo, Soho...), así que ya habían pasado por los ojos de buenos editores. Lo que hice, entonces, fue sugerirle actualizar algunos datos, eliminar o matizar referencias muy puntuales a la temporalidad o a hechos específicos que quizá los lectores no iban a entender, a darle orden a esos textos para que funcionaran de manera independiente pero también dentro del conjunto. Fue un trabajo arduo, porque cada idea o propuesta debía ir debidamente sustentada en varias razones, y Leila exponía las suyas para aceptar o no aceptar mi sugerencia. En estos trabajos, con este tipo de autores que saben lo que hacen, es cuando uno más aprende de este oficio de editar”.

Hace diez años, cuenta Camilo, se publicó en El Malpensante el primer texto de Leila Guerriero para los lectores colombianos, “y la amistad permanece. Igual la relación profesional”. Describe a la periodista como una escritora profesional que atiende las recomendaciones de un editor y propone temas, miradas, fuentes y enfoques diferentes. Camilo dice que el éxito de Leila está en que es una lectora voraz que lo ha leído todo, desde Hugo von Hoffmannsthal hasta José María Vargas Vila; el tiempo que dedica a sus textos, a la reportería, a la escritura, a la reescritura. Dice Camilo que su éxito “consiste en que se exige al máximo en cada nota que escribe. Pasa cada una de las frases que escribe por la pregunta '¿Es esta la mejor manera que encontré para decir esto que quiero decir?' y si la respuesta es no, reescribe. En esas condiciones radica el éxito de Leila, pero también en algo que, eso sí, se tiene o no se tiene: la manera de mirar, el talento. Todo lo demás se aprende, este último factor se trae de fábrica, y ella lo tiene”.

Y entonces le pregunto a Leila, teniendo en cuenta el tiempo de reportería de sus textos, lo que logra con las descripciones, con estar ahí y esperar a que suceda el milagro de la intimidad, el milagro que deja desnudo al personaje ante un ojo agudo, audaz:

—¿En ese tiempo, entre 2001 y 2008, estabas dónde, qué hacías?

—En La Nación, pero siempre hice muchas cosas, siempre tuve muchos trabajos desde que empecé. Había firmado una exclusividad, digamos, pero siempre fui muy libre en ese sentido, me busqué la libertad porque así soy yo, digamos. Siempre colaboré con otros medios de afuera y de la Argentina también. La idea era no publicar en medios que fueran la competencia directa del medio en que yo trabajaba. Por ejemplo yo publicaba en Rolling Stone, que era una revista del grupo, que no era un conflicto; o En la mujer de mi vida, que era una revista independiente; en El latido, que era una revista independiente; El País Cultural, que era el suplemento de un diario de Montevideo; digo, cosas que aceptaban, y textos diferentes; publicar en algo de El Clarín o Página 12 hubiera sido una tarada. Y después en Gatopardo. Yo no puedo estar haciendo una sola cosa, me parece eso muy perezoso también. Creo que el periodista que supone que puede trabajar como si fuera un empleado de bancos o de correos, que con todo el respeto del mundo, quiero decir gente que no se llevan el trabajo a casa, que lo hace de nueve a cinco o de nueve a seis, es un poquito equivocado, yo siempre hice muchas cosas, y siento que el multiempleo no solo es la manera en la que uno puede llegar a hacer lo que le gusta, sino la única manera de mantenerte desafiado, estimulado.

—¿Vos hiciste la selección de Frutos Extraños? ¿Fue difícil?

—Sí. No siento que haya sido una tarea complicada. Yo propuse una cantidad de notas en la que había cinco o seis más de las que se publicaron, y que tenía mis reservas, y que en efecto fueron leídas por Camilo Jiménez, que era mi editor, y que consideró lo mismo, aunque él insistió mucho en incluir Rock Down, aunque yo tenía mis reservas porque me parecía que era una nota muy vieja que usaba un registro que yo ya no usaba. Esa y también la historia de las revendedoras de Avon y todo eso —El mundo feliz: venta directa—, él decía que era bonita porque muestra también las herramientas como reportera y una enorme calidad y cantidad de reportería, qué sé yo, y bueno para eso está un editor bueno como Camilo, para que te termine dando argumentos con los que vos podés acordar o no, porque la decisión es de uno. Tuve claro que era un libro para seleccionar crónicas y perfiles varios y que la mejor seleccionadora era la memoria. Y bueno, quería que hubiera un registro variado, personajes diversos, que no fueran todos asesinos y así, y una sección de textos sobre periodismo, todo esto hablado con Pilar Reyes, la editora que me propuso el libro.

—¿La crisis económica de la Argentina cómo te afectó?

—Yo no cubro la coyuntura. Me afectó como nos afectó a todos los ciudadanos que vivíamos ahí, con esta sensación espantosa de que van a cerrar el país y a tirar la llave afuera. Que parecía real que un país quebrara como se quiebra una fábrica. Como periodista yo diría que, si me afectó en algo, fue para determinarme. Recuerdo que pensé: voy a seguir haciendo esto que quiero hacer, y no me voy a ir de acá cueste lo que cueste, eso sí lo sentí y ahí siento que empecé a buscar más espacios todavía para publicar. Ante la crisis yo siempre opero de manera inversa, en vez de bajar, doblo la apuesta.

—Siempre me parece que todas las historias te salen de un recorte de prensa, ¿cuántas salieron así?

—Puede ser —y ríe—. Tendría que ver el índice, no todas, pero hubo. De un recorte me salió Una historia sencilla y Los suicidas. Qué sé yo, el perfil de Homero Alsina no salió de ningún recorte, salió de que lo conocía, y porque Mario Jursich me propuso hacerlo y yo le dije sí; lo de Pedro Henríquez Ureña fue un encargo de una agencia literaria que ya no existe, a mí jamás se me habría ocurrido; lo del teatro Colón fue una idea mía, sí leí en los diarios un montón de cosas. Todos son temas de público conocimiento, porque no hago periodismo de investigación, yo no hago la diferencia de balance en el banco, o el político tal con el tal, y descubrí... no. Siempre hay una base, qué sé yo.

—Y Sueño de libertad, que es una historia un poco truculenta...

—Eso fue un encargo de un editora chilena. No creo que sea un tema truculento, aunque sí estaba lo de los desaparecidos. Yo siento que más que truculenta, por el horror ese de la desaparición de personas, es una historia bastante políticamente incorrecta, porque era el lado B de la restitución de la identidad de una persona. Y esta persona, que era esta nieta, no estaba contenta con la noticia, digamos, no era este mundo feliz que uno supone de alguien que recupera su identidad y le dicen mire usted ha vivido todos estos años con dos personas que se apropiaron de usted de manera ilegal y aquí tiene sus familiares biológicos que son esta señora y esta gente. Lo que yo quería contar es que el cariño no es automático, que uno tiene que entender eso, que a la chica esta, pobrecita, le pasó lo peor que le podía pasar en la vida. Tampoco es contarle a la gente que las historias tienen un solo costado, que es el costado más melifluo, más irreal, que es decir se reencontraron con su familia biológica y todos fueron felices. También es contar ese camino de ripios, de malentendidos, de resquemores de ambos lados, que es lógico. A vos vienen ahora y te dicen vos no te llamás Daniel, te llamás Alberto, no sos hijo de tal y cual, sos hijo de tala y cualo, y en realidad las personas que vos creíste que eran tus padres hasta ahora son dos asesinos. Probablemente te sientas muy impactado por la noticia pero no sé si dentro de vos se va a hacer tan fácil cancelar todos los sentimientos de afecto, a lo mejor sí te apartás de esa gente pero no todo el mundo reacciona igual. Lo más importante es conocer que la verdad tiene costados muy dolorosos.

Segunda Parte“Cada uno de estos perfiles o retratos (de Leila Guerriero) de músicos, escritores, fotógrafos, cineastas, pintores, cantantes, es un objeto precioso”: Vargas Llosa
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