Los lugareños lo estimaban porque pulía con especial esmero el cedro y se percataron que, en realidad, el primer ataúd que construyó debió hacer sentir envidia al primer difunto.
Cartáfilo hacía un sarcófago cada que fallecía una persona en la comarca, donde la mayoría de residentes eran longevos, lo que garantizaba su mantenimiento, pues fallecían tres nonagenarios cada mes, sumados a la extraña aparición de líderes sociales ejecutados.
Su nombre lo escogió porque tenía ascendencia judía y entre sus familiares siempre escuchó el mito del caminante eterno.
Salvado de perecer en las cruzadas y de la peste negra en España, de donde era oriundo, huyó de la guerra civil.
Cartáfilo deleitaba a los vecinos contándoles sus historias inmortales, que provocaron suprema admiración.
Fue tal el asombro que produjeron sus relatos que no lo llamaban por sus nombres sino como el “judío errante”.
Y no era para más. En una ocasión le pidió permiso al alcalde para disertar en el recinto y desde allí les contó a los asistentes que había conocido a Nerón en Roma, pudo observó cuando el emperador prendió fuego a la ciudad y, al advertir que algunos jóvenes leían a Federico Nietzsche, les narró que había sido miembro de una orquesta musical que, sin éxito, el filósofo intentó organizar en Alemania, tiempos en que el pensador organizó las exequias de Dios y andaba de puerta en puerta vendiendo Así habló Zaratustra, libro en el que fijaba sus ideas sobre el superhombre, mientras les hablaba de su camaradería con Napoleón en París.
A tal extremo llegó la admiración que le profesaban en la localidad, que no se sabía si era por las subyugantes anécdotas, que con alta dosis de credibilidad narraba Cartáfilo, o por los arabescos con que pulía los ataúdes.
En una oportunidad, dada la confianza que giraba en torno suyo, invitó a la población para que miraran cómo elaboraría su última morada, según instrucciones recibidas de Mateo, Marcos y Lucas, pues ya estaba cansado de vagar por el mundo y sentía pesadumbre histórica de haber ultrajado a Jesús en su ascensión al Gólgota.
Su esposa, Adifa, experta en artes gastronómicos, atendió con una frugal comida a los trescientos asistentes a quienes, además, les contó que su cónyuge le había construido un ataúd especialísimo, y, sin par, con el mismo esmero con que construía los féretros que la comunidad iba demandando, entre ellos los de varios líderes sociales que empezaron a aparecer muertos con orificios de bala en la cabeza, que según los eruditos argumentos del sepulturero, los victimarios lo hacían para evitar que los habitantes de la comarca pensaran en mejores tiempos.
Infortunadamente, al otro día de la cena colectiva, coincidencialmente realizada al fin de año, falleció por intoxicación etílica el “Judío Errante” y hubo que desempolvar el sarcófago de Adifa que, según el pedagogo religioso de la región, era el más admirable construido en los últimos tiempos.
Sus amistades opinaron, en los medios locales, que la resaca del “judío errante” había sido de tal alcance y magnitud, que no alcanzó un tonel de agua bendita, previamente autorizado por las autoridades religiosas, que los apesadumbrados vecinos le llevaron para colmar su deshidratación eterna e inmortal.
Salam aleikum.