La verdad en Colombia es una mentira tan arraigada que se ha hecho continua y fuerte, que se ha podido convertir en la realidad, que impone el poder, que domina e importa; cualquier otra opción es muestra de debilidad o llega a ser considerada una oposición velada, oscura y proveniente desde el corazón del vandalismo internacional, generado por la izquierda comunista y guerrillera.
A partir de este argumento las sociedades que componen la nación se han vuelto cómplices de su propia maldición, repitiendo en cada elección el mismo error que viene llevando al país cada vez más al fondo del abismo ético en el cual se desenvuelve, con el cual viene provocando una inmoralidad que legaliza la corrupción, que después no le permite progresar, pues inmersa en el miedo, como está, el cambio le aterra y le impide optar por tomar opciones y posiciones liberales, democráticas y sociales, a las que considera subversivas ya que quienes ostentan el poder político, económico y religioso acusan de provenir de una conspiración comunista y terrorista.
Y así, efectivamente se va llenando de miedo al ciudadano del común, acostumbrado a creer, y a seguir, ciegamente a quienes considera sus líderes legales y naturales, sin analizar la situación real, sometiéndose sin cuestionar a la inmovilidad que le mantiene subyugado ante una inmoralidad institucionalizada, aceptando la imposibilidad de modificar esta absurda realidad, porque le aterra cualquier tipo de cambio.
Este grado de pusilanimidad es una cualidad enfermiza y obsesiva que estatiza la corrupción, naturalizándola gobierno tras gobierno, al punto que se ha vuelto un estilo de vida entre las élites y entre el vulgo en general, transformando al país en el actual infierno, en donde el bien está mal y la corrupción es lo mejor, pues quien no caiga en ella simplemente es un gil o hace parte de esa mal llamada conspiración internacional.