Por estos días me he preguntado si, igual que se dispersan los libros en una mudanza, el amor también es susceptible de dispersarse; de ir de un lugar para otro, desgastarse y volverse vaga memoria en los anaqueles del corazón.
Adonde van a parar el objeto/sujeto amado o los libros que, de uno en uno hemos acumulado en toda una vida de privaciones o abundancia, es de esas frivolidades del pensar que suelen atacarnos con una carga de nostalgia y sentimentalismo, casi culpa, que acabamos llorando.
Si al menos percibiéramos si los que nos abandonan, el amor o los libros, también sienten la pérdida de nosotros, la dispersión o la extinción, es probable que concluyéramos por consolarnos de la pena de la ausencia de uno y otros.
Pero no.
Porque los amores contrariados y los libros no dan razones cuando son desperdigados u obligados a exiliarse en lugares que nunca imaginaron ni desearon. Ni se devuelven para condenarnos por haberlos abandonado sin piedad ni misericordia en este mundo horro de amores y poesía.
En fin, esa vida de perdularios de un lugar en el que encontrar reposo y sobrellevar su éxodo irredimible el amor derrotado y los libros desperdigados en leguas a la redonda, es asunto que es mejor no meneallo si no queremos terminar condenados por la pena de haberlos matado y empujado en vida a vagar sin rumbo ni destino.
A veces se mueren, otras se recuestan en un hombro o una pared húmeda y carcomida que a poco de sostenerlos, al amor y los libros, se cansa de ellos y se derrumba para aplastarlos como a un gusano o, a una de esas salamandras doradas que van saltando por los pasadizos de la noche y de repente caen a nuestros pies.
Todo este rodeo, así llamamos los vivientes mortales y corrientes cuanto los eruditos, mortales poco comunes y nada corrientes, llaman perífrasis, para contarles a mis lectores que me he mudado de casa y de barrio y conmigo, los libros que en décadas fui acumulando con la fuerza de mis músculos y manos, poco sudo, hasta amontonar una cantidad que se hizo merecedora de un aparador del que, algunos más que otros, bajaban según llegaran los amigos o los curiosos y se fijaran en su color o tamaño.
Y para decirles, si se apiadan oírme, que en la mudanza han sido bastantes los libros que he desperdigado, con pena y dolor, por los vecindarios del ancestro, los amigos o, simplemente los he dejado en el lugar adonde se dejan otras cosas que han servido, funcionado y acabado inexorablemente, su breve o larga historia de cotidianidades, usos y servidumbres.
Con la esperanza, en la que poco creo por inconstante e intangible, de que alguien, alguno de esos que van recogiendo cosas inútiles, papeles, cartones, para sobrevivir, se los lleve y deposite, por deslustradas monedas, en el crematorio de papeles que son las bodegas del reciclaje de todo.
O los revenda en el mercado de la sobrevivencia; en la subasta perpetua de los pasadizos del hambre de las galerías y plazas de mercado de nuestras ciudades anchas, ajenas y desalmadas hasta los tuétanos.
Mi mujer, que me ha acompañado en el calvario de pesadumbres y nostalgias que ha sido el éxodo de mis libros, para muchos su extinción, me ha visto suspirar hondo, con los ojos llorosos y la mirada puesta tras los pequeños ataúdes repletos de cadáveres de papel que por estos días han salido de la casa que dejo.
Pero no todo tiene que ser muerte y desolación, cadáveres de papel, tinta devenida en ceniza. No, algunos de entre tantos condenados, han sobrevivido, se han salvado del éxodo hacia la muerte; del exilio y la transmigración.
Y uno entre todos: el de una amante secreta de todos los tiempos y a quien sigo siendo fiel.
Una que arrebaté a Modigliani en duelos de tabernas, vino y polenta; borracheras, suicidios, cuellos largos y sensuales de mujeres abatidas por el desamor.
Anna Andreyevna Ajmatova.
Mi amada, mi inmortal, como el patio de mi madre, Anna Ajmatova.
Poeta
@CristoGarcíaTap