De almas en pena, brujas y fantasmas

De almas en pena, brujas y fantasmas

El temor hacia lo desconocido siempre ha sido explotado, sobre todo para hacer que los niños se porten bien. Crónicas de nuestro pueblo

Por: RICARDO MEZAMELL
noviembre 04, 2020
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De almas en pena, brujas y fantasmas
Foto: Pixabay

En la década de los cincuenta, así como ocurrió en las anteriores y quizás en períodos posteriores, desde niños fuimos víctimas del miedo que nos infundieron sobre la existencia en nuestro entorno, de “almas en pena”, brujas y “espantos”. Fue parte de la formación que nos dieron en la casa manteniendo y prolongando las creencias de nuestros antepasados.

En las noches de las largas temporadas en que mi abuela Rosa nos visitaba, la acompañaba a cruzar al enfrente de mi residencia para visitar a la señora Felicia. Casi siempre sus conversaciones giraban alrededor de los referidos lémures. Aunque me aterraban, me gustaba escuchar esos cuentos. Tenía a mi favor que la habitación donde dormía era grande y mi cama estaba en medio de las de mis otros cuatro hermanos y dos primos sampedrenses que vivían con nosotros porque estudiaban su bachillerato en el pueblo.

Para evitar que cometiéramos travesuras durante la Semana Santa, se nos amenazaba con el cuento que el Domingo de Ramos al diablo le quitaban las cadenas conque estaba amarrado y el Domingo de Resurrección lo volvían a encadenar, de tal manera que en esa semana andaba suelto y se llevaba al niño o muchacho que se portara mal. La única que podía rescatarlo era su madrina de bautismo, así que quien no la tuviera cercana o viva terminaba inexorablemente arrastrado al infierno.

Nunca se nos dijo, tampoco lo preguntamos, quién soltaba y amarraba con cadenas al demonio; suponíamos que era Dios quien se encargaba de ello, pero no entendíamos sus razones, sobre todo para soltarlo. Tampoco tuvimos explicación del origen del poder que tenían las madrinas para liberarnos del tridente del maligno.

Me crearon tan miedoso, que de noche no me atreví a pasar solo por el cementerio central del pueblo, a menos que fuera viernes o sábado en que la tienda de Lalo López, ubicada al frente del camposanto, permanecía abierta para los frecuentes clientes que allí se reunían a beber cervezas.

Para llegar a mi casa, ubicada en esquina, viniendo por el norte evitaba pasar por la cuadra de la Clínica Magdalena, porque se decía que entre ese centro médico y donde finalizaba el patio lateral de mi residencia, se paseaba el alma en pena de una monja. Y si me tocaba llegar por el occidente, evadía pasar por la cuadra que iniciaba en la casa de los Macías Menco, porque, al igual, comentaban que en la terraza de la casa contigua penaba el alma de la hija del doctor Barraza, muchacha agraciada físicamente que se suicidó propinándose un tiro en la cabeza por la infamia a la que fue sometida por su padre cuando le rapó la cabeza para que no saliera a verse con su inapropiado pretendiente.

Ni siquiera mi abuelo Miguel logró aplacar esa aprensión una tarde de diciembre de 1972 que lo visité, junto con mi primo Roberto, en su casa de San Pedro Sucre. En placentera conversación, además de hacer el inventario de las quince mujeres con las cuales convivió y procreó los cincuenta y dos hijos que tuvo, nos contó de sus pícaras infidelidades y las mañas para contrabandear hojas de tabaco en los pueblos del centro del otrora Bolívar Grande.

En relación con las primeras, nos refirió la de su costumbre de dormir en hamaca colgada en el caney construido en el patio de su casa, lo cual le permitía que su mujer, con quien viviera en ese momento por supuesto, no se diera cuenta que era él “el espanto” del que se hablaba ver salir del patio de su casa, arropado en una sábana blanca y con una lámpara a petróleo encendida, para luego meterse y perderse en el patio de la que vivía sola y sin marido en el vecindario.

Y en cuanto a las segundas, consistían en forrarle con trapo negro dos patas, el cuello y la cabeza —dejándole solo los orificios para los ojos— a una mula de pelambre blanco, o forrarla con trapo blanco cuando se trataba de una de pelaje negro azabache; después le sujetaba en el estribo una cabuya con dos esterillas amarradas en el extremo opuesto, las cuales arrastraba haciendo bulla y levantando polvo cuando galopaba por las calles destapadas, para que los moradores creyeran que se trataba de “un espanto” y se encerraran en sus casas. De esa manera no se percataban de la recua de veinte o más equinos que iba detrás, cargada con costales repletos de la mata.

Tanta influencia tuve de esas creencias que cuando, en clase de derecho penal especial en la Universidad de Cartagena, el eminente jurista doctor Antenor Barboza nos preguntó cuál fórmula de política criminal se nos ocurría para acabar con los homicidios no tuve pena en responder que la única realmente efectiva sería que los muertos le salieran y atormentaran de por vida a sus asesinos.

Solo con la adultez le perdí el temor a los espectros. Cuando fungí como juez en Cartagena, en las instalaciones del edificio Cuartel del Fijo, un sábado por la tarde me encontraba trabajando y empecé a escuchar el tacleteo de una máquina de escribir en la oficina contigua, asumí que era mi homólogo David. Media hora después pasé a saludarlo e invitarlo a comer algo en la panadería del enfrente y, cual sería mi sorpresa al notar la puerta cerrada con el aldabón y candado puesto, al tiempo que seguía el sonar de las teclas.

De inmediato regresé a mi oficina, recogí mis cosas, cerré la puerta y me marché para mi apartamento, no sin antes subir con el vigilante para que corroborara lo que yo había escuchado, en vista de haberme asegurado que nadie había subido para ese despacho.

Ocurrió también el domingo 24 de febrero de 1991, cuando después de adelantar asuntos de mi trabajo, a las nueve de la noche cerré la oficina, tomé por el corredor izquierdo del segundo piso, vi la silueta y escuché el taconeo de los zapatos de un hombre que caminaba adelante, bajó las escaleras, y por la ventaja en distancia que me llevaba creí que ya había pasado por la portería del edificio. Para confirmarlo, le pregunté al vigilante de turno sobre quien había salido momentos antes, y me aseveró que nadie, solo yo había entrado ese día al edificio.

Por esas manifestaciones, incluso algunas más escalofriantes, referidas por las encargadas del aseo, los vigilantes nocturnos, como también por jueces, en ese año se realizaron más de cinco liturgias en ese edificio, sin que con las mismas se haya logrado enrumbar hacia la luz eterna a esos apegados a su otrora existencia terrenal.

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