Duelen los muertos y las terribles secuelas mentales, físicas y morales de la guerra, pero duele más que a pesar de los inagotables esfuerzos del pueblo las elites usen su poder para impedir que la paz sea el nuevo destino del país. Ponerle trampas a la paz, inventar bandidos, crear nuevos enemigos, falsear la verdad, querer meter a los vecinos en la tragedia, es una ignominia, una crueldad sin nombre, una traición a los pactos y a la patria misma que dicen defender.
El Estado está siendo moldeado para que permanezca inamovible actuando con la misma lógica de la guerra, en la que las conquistas son de los poderosos y las derrotas de las mayorías de población, llamadas a votar por los predestinados candidatos que de día ponen las trampas y de noche recogen sus trofeos. En 1789, al firmar el pacto de derechos en París, las elites impusieron para sí el derecho a la propiedad y el pueblo el derecho de resistencia y rebelión, para prevenir la tiranía. Casi Doscientos treinta años después se firmó en Colombia un acuerdo para la paz estable y duradera y las elites volvieron a ratificar a la propiedad como su sagrado derecho humano y los insurgentes solo pidieron a cambio cumplir cabalmente la constitución de 1991, en especial sobre derechos y libertades, sin embargo el estado se niega a materializar lo pactado, que retóricamente dice reconocer, pero que se resiste a implementar.
El Estado permanece desmantelado por las elites que homologan como suyos a los que consienten sus actuaciones (legales e ilegales) y denigran y persiguen a los que disienten, fracturan la sociedad haciendo creer que solo está hecha de amigos y enemigos, unos de izquierda y otros de derecha y promueve la desconfianza y el interés individual para impedir la solidaridad social. Crea la sensación de que los poderosos fueron enviados y son protegidos por la divina providencia y a quienes no se deslumbren y los adulen los llama comunistas, guerrilleros, anarquistas, ateos, negros, indios, travestidos y desobedientes, porque aborrece a intelectuales, sindicalistas, obreros, magistrados o disidentes en sus propios partidos (que no están partidos sino temporalmente divididos para obtener mejores dividendos). Las elites en todo momento cuando hablan de paz mienten y conspiran, porque la traición al pacto ya está decidida, a las elites les interesaba desarmar a los armados y al gobernante obtener un premio nobel (y mucho más por supuesto). Traicionada la paz, en veremos la sociedad de derechos y en el limbo el estado social de derecho, solo se pueden esperar ajustes de procedimientos o retardos de efectos lesivos de la traición, pero no impedirla, salvo que las elites no estén en el poder.
Los muertos de la paz, los falsos positivos judiciales, con los que se hace populismo penal de derechas, es decir, de elites, y se instaura el perverso modelo de castigar no por lo que se ha hecho sino por lo que es la persona vinculada, es decir, no por hechos ilícitos, sino por la identidad sea racial, política o religiosa (casos recientes de Feliciano Valencia, Santrich, A. Castilla), con lo cual se violenta el principio de igualdad que excluye del estricto derecho toda discriminación por condiciones personales y sociales y de (igual) dignidad de las personas, dando lugar a una fórmula inquisitoria de legalización (con ultra ratificación mediática) de un (ilegal) delito cobijado con la figura de la persona ilegal[1], todo ello producto del eslabón roto hace tiempo de la división e independencia de poderes, que mantiene activa la más alta impunidad y la más baja capacidad de la justicia.
Las reivindicaciones por la paz y las protestas de las mayorías olvidadas que reclaman respuestas a sus demandas por derechos no cuentan para la deficitaria democracia, sea la que interpreta Santos, Uribe, Vargas Lleras, Duque o Viviane, sencillamente porque todos, uno a uno o en grupo, pertenecen a la única matriz de la real política del país, que tiene en común su propia y egoísta necesidad de supervivencia a partir de conservar su statu quo, su poder y privilegios sin oposición. Todos ellos, sus partidos, movimientos y casas familiares de poder, tienen convertido al país en un territorio “envenenado por el miedo, por el odio a los diferentes y el desprecio a los débiles”. Han sembrado minas de temor a los negros, a los indios, a los LGTB, a los gitanos, a los campesinos, a los inmigrantes, a los de izquierda, a los estudiantes, a los trabajadores y sindicalistas, a los profesores, a los intelectuales, a los artistas, a los universitarios, a las mujeres que se niegan a ser víctimas del patriarcalismo y en general a los empobrecidos, a los despojados, a los que por construir paz les incuban la semilla de nuevas guerras, a los que nacieron en la Colombia profunda del Sur o del Chocó o el Catatumbo, y a las nuevas clases medias que subieron en el estrato medido por inversionistas sin escrúpulos, que se quedan con los subsidios y con las ganancias pagan los sobornos a alcaldes y concejales. Todos ellos hacen parte de la otra matriz, la de los olvidados, la que implica peligro para el statu quo de los que nunca han aceptado construir la vida y la democracia desde abajo y con más igualdad y libertades.
Los medios de comunicación hacen parte de esas elites, modulan la conciencia, repiten los mensajes del pensamiento fraudulento y ganan rating con la difusión de contenidos para mantener la ignorancia, horas y más horas de chismes, reality shows y noticias cuya falsedad se conoce y no corresponde al pensamiento que construye reflexiones, bienestar, afectos y solidaridades, sino odios, machismos, resentimientos y sensaciones de venganza. Los medios, esos medios, tampoco están allí donde el pueblo se junta para resistir, porque la gente que sufre no hace parte de sus objetivos, las cadenas de radio, televisión, prensa y redes, están tomadas por las mismas elites y son propiedad privada de poderosos contratistas del estado (Ardilla Lule, Sarmiento Angulo, otros) que convierten las desdichas en oro y violentan el derecho a recibir información, la manipulan y ponen en decadencia la moral pública, hacen de la información una fábrica de consensos basados en falsedades y mentiras, en encuestas controladas y argucias que impiden el derecho a recibir informaciones y opiniones verdaderas (art. 19 DUDH y Art. 19 del pacto de DESC de 1966), que atentan contra el derecho a la misma libertad de pensamiento y de conciencia, sobre la que se levanta la política que realmente atiende las cuestiones de interés público
El proceso electoral en favor de las elites vuela como cometa, aunque está corrompido por encuestas, estratagemas (de prófugo como JJ Rendón y otros genios de la maldad) conducidas regionalmente por las clientelas del todo vale, que saltan de un partido a otro, que convierten al dolor, la carencia y la precariedad en su fuente de ganancia electoral. El odio sembrado por las elites y mejor instalado en la conciencia de buena parte de la sociedad alienta el embrujo criminal, para que la paz sea un imposible por tratarse de un derecho humano con alcance universal, es decir, para todos sin excepción, pero también para que unos asalten los gruesos recursos públicos y entren al reino de la impunidad y otros se aprovechen de la inocencia y la decencia para robarle a las calles su sentido de lucha por la vida y la democracia y las conviertan en lugares de asalto y muerte cotidiana por un celular, unos tenis, una bicicleta o simplemente por nada... De abajo saldrá la nueva democracia...
[1] Notas basadas en la lectura de poderes salvajes de Luigi Ferrajoli, Trotta, Madrid, 2011.