La primera imagen que tiene de sí mismo lo traslada a un caserón que servía de salacuna donde lo dejaba su madre, Everlides, para que lo cuidaran mientras ella atendía sus responsabilidades laborales como empleada doméstica.
Esta salacuna no era más que el primer intento para crear lo que es hoy una guardería, las mismas que se han multiplicado como verdolaga en playa en todos los pueblos del mundo.
Él tenía unos cinco años de edad, pero en esos tiempos todavía no era consciente de que su nombre era David Gildardo, el mismo que llevó su padre, y que además sería el mayor de una familia de nueve hermanos compuesta por: Denis, Eugenia Isabel, Dalgi Yaneth, Teresa de Jesús, Diana, Roberto, Jorge y Sandra.
Aquella salacuna quedaba en un sector llamado Coreita, ¡vaya uno a saber por qué razón!, diminutivo de lo que por años se conoció como Corea, un pequeño campamento incrustado entre Diez familias, una lavandería, Pueblo Nuevo, la fábrica de hielo, unos columpios, la Tienda o comisariato, un enorme árbol de mangos, un caño que hacía las veces de límite de la zona, y pare de contar.
Todo ello define aquel pueblo llamado El Bagre de finales de los años 50`s, porque David llegó a este mundo el jueves 9 de mayo de 1957, atendido por los médicos y las enfermeras del hospital Franklin.
Sin embargo, todavía le faltaban muchos calendarios para convertirse en uno de los mejores centro delanteros que parió el fútbol local; y todavía muchos más para que se uniera en matrimonio con Sobeida y ser el padre de Alex David y Walter Andrés.
Su madre, Everlides Vergara Atencia, oriunda de Sincé, Sucre, y su padre, David Gildardo Tabares Zapata, nacido en Campamento, Antioquia, tuvieron una relación corta, razón por la cual recibió en su casa a Roberto Anastasio Arévalo Celis, barranquillero de nacimiento, quien había llegado a El Bagre como profesor en la escuela de niños que patrocinaba con todas las de la ley la empresa minera.-
Muchos de quienes tuvieron la oportunidad de hacer sus primeros cinco años de la primaria en aquella institución, recuerdan con nostalgia las gabelas que tenían, desde unos salones acordes a los calores de la región, sus buenos servicios públicos, su planta de profesores y hasta la dotación de los materiales para estudiar porque cada comienzo de año recibían los cuadernos y demás pertrechos académicos como un regalo de la empresa.
“Bien temprano, todos los días, mi mamá me subía en un taburete de madera en donde me arreglaba, me vestía y me daba el desayuno como el preámbulo para salir hacia ese segundo hogar que era la salacuna de Coreita, cerca a nuestra vivienda en Corea” rememora David.
Estos nombres salieron quizá en un homenaje a los hechos bélicos ocurridos entre las Coreas del Norte y del Sur por allá por los años 1950 a 1953 del siglo pasado, a donde el gobierno colombiano decidió enviar un número cercano a los 5.100 combatientes que hicieron parte de ese conflicto asiático, dentro de los cuales estaban 111 oficiales y 590 suboficiales.
Para la memoria, y a los cuales ya ni se les rinden honores, el saldo final de la guerra para el Batallón Colombia fue de 639 bajas entre 163 muertos en acción, 448 heridos, 28 prisioneros que luego fueron canjeados y 47 desaparecidos.
Poco tiempo después su abuela se hizo cargo de él y de su hermana Denis, con los que viajó a Sincé en donde estuvieron unos seis meses para luego regresar a El Bagre en donde se acomadaron en un pequeño inquilinato en el barrio Bijao, muy cerca del almacén de doña Cristina Gil y de la tienda de don Lácides Navarro.
Para esta época su madre había dejado el trabajo doméstico y se dedicaba al cuidado de sus hijos, siendo David el primero en ser matriculado a la edad de los 7 años, en la Escuela de Pueblo Nuevo, en donde queda dicho, trabajaba su padrastro Roberto.
Y hasta allá llegó el fútbol a buscarlo en forma de un balón que cualquier amigo llevaba y, de regreso a sus respectivas casas, hacían un arrume de cuadernos acuñados con los bolsos para asimilarlos a los dos postes de cualquier portería, y entonces se animaban a jugar al que más hiciera goles, porque en ese momento su puesto era el de portero, pero todavía no jugaba en ningún equipo. Era pura y sana diversión.
Más tarde me animó el juego del voleibol y mi equipo salió campeón en aquella oportunidad.
Éramos los Ocho halcones, un nombre que me inventé porque una vez siendo pajarero, porque llegué a tener hasta ocho jaulas con sus respectivos pájaros cazados por ahí cerca; entonces me contaron que esta ave adoptaba una posición para cazar sus presas a velocidades increíbles y era como cuando el jugador, pegado a la red, daba un salto, abría sus manos y le aplicaba un certero golpe a la pelota que iba a dar al suelo de manera que no la podían detener. Le decíamos clavado. Por eso fuimos los Ocho Halcones, los seis titulares y los dos suplentes.
Ya para entonces vivíamos en Diez familias y en la casa nos tenían casi prohibido bajar al sector de Bijao, como se decía en ese entonces; porque era como si uno se fuera a otro pueblo, distante y además lleno de negocios, almacenes, cantinas y salir de nuestro sector por áreas despobladas no llamaban mucho la atención y por eso todos esos años de escuela fui muy poco a ese sitio.
Volví cuando comencé mis estudios de secundaria en el Liceo, sin antes mencionar que repetí los años tercero y cuarto en la escuela porque era un poco descuidado con mis deberes.
Te contaba que ingresé al Liceo en 1971 cuando su construcción se parecía a una ele, con la rectoría en el centro de la misma y me dedicó un corto tiempo a la práctica del baloncesto, pero con el correr del año me escogieron en la selección de fútbol para representar a la institución en unos juegos en Segovia, en donde nos recibieron con todas las de la ley, lo que se constituyó en algo así como una verdadera prueba de fuego en nuestra primera salida del pueblo para defender las banderas de nuestro colegio y de El Bagre. Un verdadero reto para todos.
En esos tiempos no había dentro de los equipos un puesto definido para cualquiera de los 11 del equipo, pero yo me ubiqué en el medio campo entre lo que hoy es el 6 y el 8.
Desde ese momento construí una buena amistad con Tulio López quien me salió con una idea: “Viejo Deivi, por qué no nos vamos a estudiar al seminario de Santa Rosa de Osos, como lo había sugerido el padre Flavio Calle Zapata. Tulio siguió el consejo de su mamá, más conocida como la Negra Rincón que por muchos años vivió en una esquina diagonal a la actual escuela de Bijao.
Dicho y hecho, le conté a mi mamá sobre esa posibilidad y ella me brindó su apoyo para avanzar en los estudios, que valga decir, los hice con muchas dificultades económicas pero en medio de una gran calidad académica y deportiva porque allá se organizaron equipos entre los distintos grados y fue cuando el técnico Bertulfo González nos puso el ojo a Tulio, que era zurdo, y a mí que era ágil con la derecha, y nos llamaron a hacer parte de la selección Municipal de Santa Rosa de Osos.
En total éramos 5 del seminario y los restantes de otros equipos de aquella población.
Recuerdo que el técnico, para lograr ponerme en el peso ideal, porque yo estaba 2 kilos por encima de lo normal, nos puso a practicar con un balón de baloncesto lleno de arena; primero con los pies descalzos, luego con medias y por último cubierto con esparadrapo encima de las magalluduras.-
Ahora bien, manejar la pierna izquierda tuvo sus dificultades, pero con persistencia y pegándole al balón con el borde interno y con el empeine, lo que se llama fundamentación, pude salir de ese bache futbolístico.
Esa vez nos tocó eliminarnos con otros municipios del Norte, como Yarumal y San José de la Montaña y logramos pasar ese escollo y jugamos con los de Occidente con Sopetrán a quienes les ganamos en Santa Rosa 5 a 1; pero luego en la visita perdimos por el estado de la cancha y por el clima y nos eliminaron 6 a 1.
La lección que aprendimos fue que no se pueden dar ventajas al oponente.-
Regreso de nuevo a El Bagre en vista de que en el Seminario se presentó lo que se puede llamar una purga ya que por casos de indisciplina no admitieron a varios de mis amigos y paisanos y yo no quería quedarme allá.
Me reencontré con otro amigo, Víctor Raúl Cuello Flórez, quien a pesar de estudiar en Sincelejo, tampoco quería regresar a esa ciudad. Íbamos para 4º bachillerato, es decir lo que hoy es noveno, y nos presentamos ante las monjas que dirigían el colegio.
A la primera nos negaron el cupo y yo les dije que me había retirado del Seminario y estaba en capacidad de regalar los enseres que había dejado allá y entonces abrieron un cupo y se lo cedí a Víctor. No sé que pasó, quizá las monjas vieron premiaron aquel desprendimiento y nos admitieron a ambos.
Ese año fue el más fantástico en mi paso por el bachillerato y recobramos, además, nuestro puesto en la selección del Liceo que competía en el Interclases con equipos locales y de la región.- Cada vez que jugabámos era un clásico y la cancha se llenaba de público. Allí compartí con Jaime Mármol, Luis Alfredo “Pipero” Santiz y en la portería Isidoro Guerra.- En ese equipo el profesor Carlos Mario Mesa me entregó la cintilla de capitán que llevé por mucho tiempo.
Una anécdota. Cuentan que por esa época había una rivalidad entre Oscar Esnel Asprilla, el famoso “Chita” con el arquero Isidoro, al punto de que en un partido “Chita” se le tuvo que acercar para decirle al oído: “Ey, me vas a dañar las cervezas que aposté por cada gol que te haga”. El otro gran arquero de aquellos viejos tiempos fue Carlos Enrique Dávila Jiménez. A muchos de ellos la bruma del tiempo los sacó del radar.
Fue allí, en aquella selección del Liceo, al lado de “Pipero” en donde comencé a darme cuenta de mis capacidades para ese deporte, que de pasar de ser un simple pateador de balones, me convertí en lo que llaman el creador de las jugadas en el medio campo.
Es más, muchas veces no sabía porque una sencilla jugada que ponía mano a mano a un delantero, gran parte del público la veía como si fuera digna de una copa mundial, de ese era el tamaño de aquel equipo.
De allí pasé a la Selección de Mayores de El Bagre, donde me gané el puesto, no tanto como un estudiante, porque allí compartimos con jugadores que hacía rato habían dejado sus estudios y uno sentía que le decían: “aquí no nos vas a ganar de títulos académicos, aquí es metiendo la pierna”.
Es que tenía como espejos a jugadores grandes como Vicente Knigth, a Peluca que era un bárbaro a la hora de patear, a Horacio Zapata como portero, al Sargento Vides y a los Cerpas, Toño y Ruperto: verdaderas figuras del fútbol.-
Los que jugamos en esos tiempos todavía recordamos los balones de cuero-cuero y los arcos de madera. Pues bien, jugamos contra Segovia y recibo un centro violento disparado por “Chita” desde la derecha, lo cabeceo, escucho una algarabía, es gol; un golazo, pero quedo privado en el suelo y me despiertan para felicitarme y yo no sabía dónde estaba.
Me tuvieron que cambiaron de posición y me fui casi a la defensa, porque hasta el árbitro se preocupó hasta que pitó el final. En esos compromisos no hacíamos ningún alarde de nada.
Incluso nuestra preocupación era con los demás jugadores porque se indisciplinaban con el licor después de los juegos y por eso muchos de ellos no lograron llegar al profesionalismo.-
Me preguntas por un partido inolvidable? Recuerdo cuando enfrentamos a Envigado en Medellín. Íbamos 2 a 0 por encima de ellos y se desató una lluvia. El técnico era Albeiro Zapata que hizo unos cambios porque el equipo baja su rendimiento y al final lograron recortar la diferencia y se impusieron 3-2. Fatal, no sé qué nos pasó, pero ese equipo nos arrolló cuando ya lo teníamos dominado.
Así mismo recuerdo la única tarjeta roja que vi en todo el tiempo en que jugué. Fue en Zaragoza. Entré, como se dice, caliente al partido, porque siempre frente a Zaragoza eran partidos muy bravos.
Ramón, no recuerdo su apellido, me tendió la trampa y tuvimos un choque muy duro y casi nos vamos a los golpes, al punto que alcancé a darle un codazo y el árbitro tuvo que parar la pelea con roja para ambos. Al final quedamos 1-1.
Añoro aquel fútbol en donde los adornos, como las “bicicletas”, los túneles y demás jugadas no eran vistas como burlas al rival, sino más bien una demostración de virtuosismo y otra forma de jugar porque además las ensayabámos en los entrenamientos.
Esa entrega en la cancha se perdió y el fútbol perdió su Adn y ahora se impuso la táctica sobre la capacidad de improvisar que teníamos para enfrentar a los rivales.
Antes de pasar a otros asuntos, debo reiterar que aquellas selecciones tenían todo el apoyo de la empresa minera hasta que un alcalde tuvo la idea de reclamarla y desde ese año fue cuando se empezó a perder la calidad de nuestro fútbol.
La decisión fue del alcalde Manuel Tovar Ruiz y la primera consecuencia fue que nos tocó viajar en volqueta sentados en unos listones de 2X3 suspendidos, cuando íbamos a unas eliminatorias con municipios del Nordeste, con resultados nefastos. Es más, en una ocasión tuvimos que esperar que la selección juvenil terminara su partido para ponernos sus camisetas, porque la mayores carecía de ellas.
De ese tamaño fue la decisión y hasta ahora no se han logrado mayores logros. Es que la empresa no escatimaba recursos y la alcaldía era un solo proceso. Fue el comienzo del final: Manuel le aplicó la eutanasia al fútbol bagreño, póngalo así.
Me gradué de bachiller en 1977 y fue como darme contra un muro. Sin embargo la vida nos da la mano y esta vez fue el señor Paco Zuleta quien me dio trabajo para manejarle una ferretería en Puerto Claver, pero allá no me amañé por el orden público y me encontré con Victor Hoyos que me empleó en su negocio.
En 1979 me casé con Sobeida Agudelo cuando era empleado de la entonces Mineros de Antioquia para manejar el cárdex o archivo junto con Francisco Desales, en donde duré 23 años hasta mi retiro porque la que iba a dirigir la dependencia, que ya había sido compañera de trabajo, llevaba su propio equipo de trabajo.
En vista de esa señal tan directa, opté por retirarme, aunque muchos dijeran que fue un error en mi vida laboral.
Con Sobeida Agudelo Rivera, quien falleció hace 8 años, tuvo dos hijos: Alex David, hoy de 40 años, y Walter Andrés de 36. El primero de ellos es ingeniero de instrumentación y control en la parte de programación de equipos electrónicos y el otro es tecnólogo en sistemas.
Con ellos mantengo una relación fluida, frente a una realidad que hoy veo en las familias, aisladas y sin comunicación, pegados del celular y de dispositivos que en vez de acercarlos a los demás, los convierte en personas solitarias.
Hay algo que no debo pasar por alto en medio de esta charla. Resulta que David es puntual a la hora de almorzar. Suspendimos el encuentro, buscamos un restaurante a unas tres cuadras y solo cuando despachamos el menú el se dio cuenta que había dejado su celular en la silla donde estabámos.
Había transcurrido más de una hora. El ni siquiera se inmutó. Volvimos al sitio y no había ningún celular. Nos sentamos pero ya el encuentro estaba en otros términos, mejor dicho, por más que uno quisiera, no podía olvidar esa pérdida que para él parecía no tener mucho interés. O al menos así lo vi. Entonces desde mi flecha marqué y luego de tres timbradas, alguien contestó, le pasé la llamada y habló con el que había cogido el aparato. “Acá te espero”, fue lo que dijo David.
En efecto, a los pocos minutos, unos quince quizá, se apareció un muchacho delgado y sin apariencias de maldad. Se sentó con nosotros y con la tranquilidad que da la honradez, devolvió lo que nunca había sido de él. Dijo que no era la primera vez que hacía eso. Su nombre, Brayan, y nuestra charla tomó otros rumbos, siempre con la imagen de El Bagre de los años ochenta en la mente de cada uno.