El pintor Darío Noguera arma torres, faroles, templos, resta tiempos, suma vidas, construye luz, le otorga a la ciudad blanca estaciones históricas de pasado, de regreso y de futuro.
La mirada estética de su pincel se mueve entre la luz polícroma de barnices legendarios, colección de relatos y simbologías religiosas emblemáticas que declaran y muestran vivas las heridas sociales flageladas, de quienes lucharon por clausurar el sufrimiento humano.
Como en la metáfora ficcional liberadora de Kafka su obra viajera se detiene y llega un día después de su llegada.
Acude a La torre del reloj y le otorga la dignidad de ser clepsidra para que resucite las arenas del tiempo y los pueblos del orbe la miren y la admiren en las estaciones del exilio.
En Naufragio la historia se reúne, se congrega y se inclina en atalayas legendarias a esperar el advenimiento del equilibrio urbano.
Darío Noguera Montilla trabaja con el tiempo para encontrarse con la vida, lo convierte en una ecuación histórica citadina que resuelve la dimensión estética del pasado y el futuro, y lo dona a la existencia con la mano apretada de su pincel maestro.
El artista propone sucederes nuevos, lejos de las mordeduras temporales, deja ver pisadas que se juntan y calles que se abrazan, esperanzadamente, después de las ruinas telúricas de 1983.
El tiempo, vigilante de la tradición, en la La torre del reloj, hermanado epocalmente con la contemporaneidad, es la parábola duplicada que nos remite al momento en que el mundo estalla como la cascada turbulenta de un río que se detiene en su caída para salvar la orilla, recordándonos el instante en que pudo derrumbarse la civilización humana.
En Darío la palabra es lúcida, mensajera estética que adquiere forma de poema, himno de vida, canto al humor fino y al sarcasmo, fulguración histórica que, al decir de la expresión del escritor y poeta Marco Antonio Valencia Calle nos invita “A repensar la ciudad. Y desde el humor y la ironía a concertarnos con su historia y su futuro”.
Historia dialécticamente repensada en Quelonia Pubensis, en ¡Ecce in urbe!, en La persistencia de la memoria urbana y en Cronópolis, donde el pincel del maestro muestra la carga del dolor y el sufrimiento en la creación de la sociedad payanesa pretérita y pasada.
En Las torres gemelas el tiempo queda herido, pero no sucumbe a la ofensiva letal y se mantiene como una ciudad impertérrita en todos los procesos de demolición social, atrapando la memoria histórica, plena de luz, que en su caída se vuelve canto para esquivar la sima.
Tiempos para admirar a una ciudad que se mueve, como en Quelonia Pubescens y La eterna dimensión del infinito, entre laberintos milenarios de entradas, encuentros y salidas, que son como inesperados goces que incitan al retorno y la paz invocada por sus puentes.
Paz que une a los opuestos, desbordando la herencia de la ciudad y prolongando su infinito, que en De profundis el agua es un escualo que vigila el eterno rito de la lluvia que resbala por su calles y su historia como un río, que concita a juntar las manos para recogerla y mitigar la sed.
Recorramos con Darío el despliegue de una dinámica geométrica de silencios que nos posibilitan observar el tiempo que nunca se ausenta, que tiene tonos de vigilia y credenciales para asistir a las fronteras de la hermandad humana donde sea posible eclipsar la mercancía de sangre que el tiempo con inclemencia nos ofrece.
No aventuramos a decir que la exposición de Noguera Montilla es una memoria visual hecha de argumentos estéticos que narra tiempos y edades, tejidos como relatos, que trascienden lo sagrado como la existencia misma, provocación que incita a proteger la ciudad blanca de la desolación y del destierro.
Obra donde la historia está detrás de la historia y donde los supremos protagonistas son el pasado, el presente y el futuro, que con suficientes virtudes los retienen para defenderlos. Acompañarlo en el viaje de su exposición lírica es también sabernos cómplices del tiempo, la solidaridad y la vida.