¿Cuántas veces hemos consolado amigas o amigos, que en un arrebato de decepción amorosa lloran como niños? Probablemente la cuenta nos incluya a nosotros mismos. El despechado no sólo sufre inmensamente la pérdida, sino que quiere que el causante de su pesar sienta algo peor. El rencor incontrolado que lo domina puede llevarlo a cometer graves errores.
Se trata a no dudar de un sentimiento narciso, nacido de una valoración exagerada de sí mismo. No creemos justo lo que hicieron con nosotros, y le otorgamos una importancia desmedida. No me merezco esto, repite el despechado, de donde se deriva la acuciante vocación al desquite. Los crímenes pasionales tienen origen en ese sentimiento enfermizo.
Por eso el despecho debiera ser condenado. Si no fuera por el papel restaurador del arte que origina, el cual nos ofrece la sanación completa. El poema o el canto que brota del alma para retratar nuestro sentimiento de vergüenza, llega a contarnos que no estamos solos. La canción de despecho nos consuela, abre las compuertas de nuestra frustración, viene a decirnos que no somos los primeros ni los últimos a quienes sucederá lo mismo.
La voz cómplice del artista nos susurra al oído y nos alienta al desahogo. A perder la compostura y a hacer ostentación de nuestras amarguras. A exponernos al ridículo para obtener la comprensión de todos, para curar de modo pacífico y humano las heridas que sentimos abiertas en el pecho. Serán innecesarias las venganzas y violencias. Las grotescas tentaciones que nos atormentaban terminan reducidas a coplas, a copas, a brindis y lágrimas que al final reconfortan.
Por eso merecen ovaciones los artistas dedicados a cantarle al despecho. Y por eso me duele la muerte de Darío Gómez. Se fue sin anunciarlo, sin accidente escandaloso, enfermedad previa o historia sangrienta. Como se van los amores a los que supo cantarles con la sabiduría del pueblo. De modo inesperado y triste, golpeando sin aviso, moviéndonos a escuchar una y otra vez sus canciones, libando licor y entonando en grupo sus versos.
En mis tiempos en la Sierra Nevada de Santa Marta descubrí que convivían allí dos culturas campesinas. La de los colonos costeños que se habían atrevido a dejar el plan a cambio de una tierra donde trabajar en las montañas. Y la de los cachacos, migrantes de Antioquia, los Santanderes, el Tolima o el viejo Caldas. En las cantinas de los caseríos los primeros siempre querían oír vallenatos y los otros lo que llamaban tanguitos.
Habían aprendido a turnarse en sus gustos y los cantineros sabían complacerlos a todos. Fue allá, donde a comienzos de los años noventa aprendí que los que llamaban tanguitos eran las canciones de un tal Darío Gómez. Nunca reparé en sus letras. Prefería escuchar la música de acordeón, caja y guacharaca con los cantantes de moda, conjuntos que a la par con la alegría cantaban a las glorias del amor y las angustias del desamor.
Unos años después, trasladado al nordeste antioqueño, me percaté de la dimensión del cantante que en la costa me había resultado indiferente. Darío Gómez era el ídolo de guerrilleros y guerrilleras del Cuarto Frente. Pienso a veces que si la vuelvo a ver, la mataría junto con él/ y terminar con matarme también/ para olvidar que la amé/ Cantinero un trago doble, que hoy estoy en mi derecho/ Y una guitarra que llore, porqué así se le canta al despecho.
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Desde luego que ningún guerrillero mataba a la mujer que lo había desdeñado, pero en la canción sí, y cantarla a todo volumen, siguiendo la voz del artista, simbolizaba la venganza anhelada
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Desde luego que ninguno mataba a la mujer que lo había desdeñado, pero en la canción sí, y cantarla a todo volumen, siguiendo la voz del artista, simbolizaba la venganza anhelada. Como la de la mujer engañada, que se desquitaba cantando con Darío Gómez El caso de dos mujeres, historia en la que la esposa burlada termina matando a su marido y su amante. La identificación con la vengadora servía de catarsis para desanudar el rencor, sin tener que violentar al infiel.
Había que agregar el tono, el sentimiento que Darío Gómez imprimía a su interpretación. Cuando reparé, en casi toda Colombia se había convertido en leyenda. En 1995, hallándome en un tratamiento médico en Bogotá, fui testigo de cómo en los barrios populares, los automóviles con las puertas de par en par y en cuyos equipos de sonido se oía a Darío Gómez a todo volumen, animaban a conjuntos de bebedores que coreaban sus temas en la calle.
Y muchos años después, dejadas las armas, oigo sonar en poderosos equipos, en distintos pueblos de la Costa Atlántica, grabaciones de Darío Gómez. Nadie es eterno en el mundo, la canción que entonarán en coro miles de personas en su despedida, una elemental lección de filosofía de la vida, es asimismo el himno nacional en los sepelios. Cuánta falta va a hacer Darío Gómez, convertido de lejos en el colombiano más importante del momento.