En el decorado de creencias y fetiches del fervor popular de bares, tiendas y cantinas en pueblos y veredas de Colombia, siempre habrá un cuadro llameante del Sagrado Corazón, un calendario Pielroja, un retablo del robusto acaudalado que no fío y del famélico y quebrado que vendió a crédito, y un afiche de don Darío Gómez, el indestronable y eterno 'rey del despecho'.
Darío no solo le cantó al desamor sino a sus propias tragedias y a las desdichas del colombiano de a pie, a la pobreza, a la traición, a las huesamentas insepultas de un país desangrado por la violencia, y a la desventura irremediable de lo que pudo haber sido y no fue, ese áspero madero de la frustración a cuestas en la inevitable procesión mundana del día a día.
El remoquete de 'rey del despecho', con el que lo bautizó en 1992 el veterano locutor Nelson Moreno, de la emisora Calidad, de la Sultana del Valle, en su programa La hora de los adoloridos, fue un certificado expedito para que el humilde labriego y aprendiz de mecánico de San Jerónimo, Antioquia, redimiera con sus sentidas letras el vacío, el dolor y la desilusión de un pueblo condenado al rechazo, la precariedad y la ignominia.
Desde el púlpito, los curas godos condenaron de sacrílegas sus melodías por incitar a la ingesta del trago y a las tribulaciones impuras de la carne y el espíritu. No sucedió lo mismo con Belisario Betancur, el poeta de Amagá, que lo tenía en su séquito de cantores montañeros preferidos con el Caballero Gaucho y Gildardo Montoya y su picaresca ácida y demoledora.
Prolífico compositor
Darío Gómez grabó cientos de canciones en todos los ritmos, desde la montañerada antioqueña, vals, tango, corrido, ranchera, tropical, salsa, carrilera, la cepa del sentimiento popular -ese fértil semillero que siguieron cultivando con esmero nuevas generaciones-, hasta cumbia vallenata, como la recordada y no menos provocadora 'Un clavo saca otro clavo', vídeo donde lo acompañó a dúo Alfredo Gutiérrez en medio de una francachela en la que aparece un maletín repleto de dólares, botellas de licor a granel y una terna de rubicundas curvilíneas agitando sus redondeces en un colchón King zize a prueba de bombardeos.
Al comienzo de su carrera, Darío tuvo la osadía de grabar en su estilo 'I will survive' ('Sobreviviré), éxito de Gloria Gaynor en las oscuras y estridentes discotecas de Nueva York de los 80, y el más grande del corrido mexicano y patrón de la chacherría, don Antonio Aguilar, le grabó a Darío 'Nadie es eterno en el mundo'.
En el modesto rancho de barro y bahareque de la vereda Los Cedros, de San Jerónimo, Antioquia, donde compartía techo con sus padres campesinos y doce hermanos, Darío, un muchachito enjuto y vivaracho de pelambre ensortijada al que se le contaban las costillas sobre la franela, se quedaba absorto viendo a su padre Marco Aurelio Gómez rasgar la guitarra y cantar tonadas de Los Trovadores del Cuyo y del Dueto de Antaño, mientras doña Abigail Zapata, su mamá, asaba yucas en la parrilla de leña, bajo un cielo primoroso de estrellas.
Estaban a un largo trecho de la luz eléctrica, pero cuando la municipalidad extendió el cableado por los postes, lo primero que se compró el viejo Marco fue un enorme radio Philips, que en palabras de Darío "pesaba como un cajón de panela". En la noche, narraba el juglar del despecho, la familia fijaba su atención en el providencial aparato que emitía las novedades musicales de los grandes del cancionero mexicano como José Alfredo Jiménez, Pedro Infante, Jorge Negrete y Javier Solís, y de Argentina las sambas de los payadores de la pampa y la tanguedia inspirada en la virtud y en la voz cautivadora de un joven con sonrisa y hechura de galán de película llamado Carlos Gardel.
Aún imberbe, Darío Gómez, embrujado por la hermosa melopea, se afincó a la idea de que por el milagro de la música podría escapar de la pobreza y del anonimato provinciano, y anhelar un sitial admirable y decoroso como artista. La ilusión tomó más fuerza cuando su abuelo materno Carlos Antonio Zapata le regaló la primera guitarra artesanal de clavijas de madera, con la que cantó sus primeras letras inocentes de arbustos y pajaritos, de las quebradas de aguas limpias que surcaban la parcela paterna, pero también de los muertos que llegaban en cortejo al cementerio del pueblo. Cuerpos de campesinos que se morían de viejos o que los mataba la mordedura de una víbora entre cafetales, o aquellos vencidos por los machetazos o las heridas de mataganado en riñas de ferias, saldos pendientes de dinero, negocios torcidos, traiciones sentimentales, o por la enfermiza codicia de la mujer ajena.
Nadie es eterno
A Darío le pareció más apasionante aventurarse en la música por los derroteros de la fatalidad, de los corazones partidos y de los pactos maltrechos que se pagan con lágrimas y sangre. Y el inventario, en su entorno, le resultó cuantioso. Así fue tejiendo canciones como 'Casita vieja' (despecho de la ausencia), 'Pensando en ella' (despecho de sus primeros duelos amorosos), 'Ángel perdido' (dedicada a su hermana Rosángela Zapata, fallecida muy joven por una trombosis), y en ese tránsito y ya piernipeludo, uno de los golpes más duros, la muerte de Luis Ernesto Gallego, su amigo del alma, que le inspiró su célebre himno: 'Nadie es eterno', el mismo que le confirió el título de 'rey del despecho'.
Contaba Darío, ya hecho figurón de la música, a quien escribe estos párrafos, que la letra nació por una petición de su amigo Gallego cuando departían un domingo en una cantina vecina del cementerio, lo que llaman 'última lágrima', a donde recalaban los dolientes después de darles cristiana sepultura a sus seres queridos. "Ve, Darío -dizque le dijo, señalando el camposanto-. Ya es hora de que le escribas una canción a este pueblo. Mira lo que es la vida: ¡Nada! Gallego se refería a los escombros de la necrópolis, las bóvedas entreabiertas, los arrumes de huesos y calaveras, tétricos vestigios de ultratumba.
Esa fue la última bebeta que Darío Gómez tuvo con su confidente, porque a los dos meses exactos Luis Ernesto Gallego moría de asma. Darío, que ya sonaba en la radio, le ofrendó tributo con la letra que le sugirió el pana, la que al poco tiempo grabó con Los Legendarios a órdenes del maestro Rafael Bran, respaldo instrumental de gran parte de su rutilante periplo artístico, que lo catapultó a la cumbre de la música popular y con la que ciñó la corona de rey indestronable: "Nadie es eterno en el mundo/ ni teniendo un corazón/ que tanto siente y suspira / por la vida y el amor. / Todo lo acaban los años, / dime qué te llevas tú, / si con el tiempo no queda / ni la tumba ni la cruz (...)".
Botellas y rockolas
'Nadie es eterno' preñó con voracidad las rockolas y traganíqueles de los bares y cantinas de Colombia. La atormentada gleba se postró ante ese tabernáculo redentor del despecho, el más próximo y pragmático para expurgar las culpas y dolencias del alma, a sorbos largos de lúpulo y ajenjo. Hasta la élite timorata se pegó del himno que resume el fin inexorable del hombre en su desamparo y fragilidad, oyéndolo y tarareándolo en el pasacintas del automóvil, a prudente volumen y con los vidrios arriba.
Con 'Nadie es eterno' llegaron las mieles de la recompensa a tantos años de sacrificios y de paciente espera. Contaba Olga Lucía Arcila, segunda mujer de Darío y manager del ídolo hasta sus últimos días, que cuando lo conoció ingenuo y silvestre y se enamoró de él, se encargó de asesorarlo y perfilarlo como el artista que aclamaba el público en escenarios al tope, y sus canciones lideraban en los listados de las frecuencias populares de la radio. Le cambió las fachas campechanas del ropero por trajes elegantes y calzado fino. Le enseñó los protocolos de etiqueta, desde cómo sentarse a una mesa y servirse de vajillas, copas y cubiertos. Y le compró la primera loción y el primer desodorante, fragancias que desconocía el cantautor antioqueño.
Cuando Darío Gómez rebosaba de los laureles de la reputación y la popularidad, y no daba abasto a cumplir a compromisos artísticos en Estados Unidos y en Europa, acompañado de Olga Lucía Arcila, mandaba a hacer sus costosos vestidos de luminaria a un cotizado sastre de la Quinta Avenida en Manhattan. El sofisticado ropero del 'rey del despecho' aguarda un sitio especial en el gran salón de la fama. Por algo decían los locutores que Darío había vestido el despecho de frac. Y así como los lució en escenarios de postín, también los vistió en tarimas a campo abierto, cruzando valles, ríos y montañas, como en las retadoras gestas de Jorge Barón en el Show de las Estrellas.
Abriendo brecha
La ostentosa casa que mandó a construir en su finca de su natal San Jerónimo, fue sugerida por un arquitecto amigo a partir del modelo de las suntuosas mansiones suizas de época, rodeada de zonas verdes, árboles frutales, un zoológico de aves exóticas con faisanes y pavos reales, galgos de caza y una lujosa piscina con cascada.
Es que Gómez, en su época florida, ganaba por todos los flancos. En los escenarios, en las giras por el mundo, las abrumadoras ventas de su música, y con su sello disquero Discos Dago, que puso en suerte no solo para las grandes voces del concierto popular, sino para aquellos talentos inéditos de provincia, que como él, al principio de su carrera, no habían tenido el privilegio de grabar y mucho menos la oportunidad de dar a conocer su música en la radio, la gran tribuna de los que aspiran llegar lejos.
La rúbrica de Darío Gómez Zapata se erigió como un estandarte venerado por miles de seguidores del despecho, de todas las edades y condiciones sociales, y fue motivo de inspiración para un semillero de jóvenes artistas que siguieron la ruta del pentagrama que ahonda en las penurias y fracasos del ser humano, en su crítica e insoportable levedad, y en el apego a ultranza como acicate a su salvación o condena.
Gómez Zapata, y otros de su generación como Luis Ángel Ramírez Saldarriaga El Caballero Gaucho, Óscar Agudelo, Galy Galiano, Juan Gabriel González El Charrito Negro, Luis Alberto Posada, Juan Carlos Hurtado El Andariego, Fernando Burbano, Segundo Rosero, Helenita Vargas, Las Hermanas Calle, de una extensa lista de grandes y recordados referentes del despecho, abrieron la brecha a consagrados exponentes como Pipe Bueno, John Alex Castaño, Johnny Rivera, Paola Jara, Jessi Uribe, Arelys Henao, Francy, Yeison Jiménez, Alzate, Olga Valquiria, entre otros y otras que hoy empuñan la antorcha de la fervorosa melodía descorazonada.
Sino trágico
Darío Gómez Zapata escribió su prolífica obra con la tinta sangre de sus propias tragedias. Su vida personal no fue color de rosa. Del campesino de alpargatas y calcañares curtidos al ídolo de masas de la música popular, hay una gran historia que contar. Una leyenda matizada por la soledad y las desdichas del cantante, como en la letra de Rubén Blades que hizo célebre Héctor Lavoe.
Muy por encima de su biografía, acontecimientos trágicos marcaron profundamente el destino del 'rey del despecho': la muerte accidental de su padre en estado de embriaguez cuando lo desarmó de una escopeta, y en el forcejeo se disparó un proyectil que penetró en el pecho. Darío apenas contaba 24 años. El fallecimiento de su hija Luz Dary (fruto de su primer y frustrado matrimonio con Martha Nubia Pineda) en 2002, por una bala perdida en un tiroteo entre delincuentes, en una congestionada calle de Medellín, que dejó huérfana a su adorada nieta Daniela, de quien se encargó de su crianza y le dedicó una de las páginas más sentidas de su cancionero, y el deceso en 2015 de su nuera Liliana Rengifo Álvarez al caer del piso diecinueve de un edificio de la capital antioqueña.
Las tusas de Darío no solo fueron por desilusiones y quebrantos del amor, que sufrió en distintas etapas de su existencia, sino por las durezas imborrables de la pobreza y el maltrato de un padre apegado a la botella, que se ensañaba a golpes, procacidades y vituperios con su señora madre.
El placebo a mano para aliviar dichas penas era su propia música remojada en sendos vasos de whisky, a una edad considerable, detrás de los escenarios o en la soledad de su refugio, que le acarrearon varios avisos de infarto.
Urgía de una operación de corazón abierto, como reveló a una emisora su hermano Nelson Gómez, pero Darío estaba más concentrado en una nueva serie que estaba grabando y en el concierto con el que correría el telón de la Feria de las Flores, a partir del 8 de agosto en Medellín. Hasta que su músculo cardíaco no aguantó más y a las 7:31 de la noche del martes 26 de agosto del año de gracia de 2022, dejó de palpitar.
"Cuando ustedes me estén despidiendo / con el último adiós de este mundo, / no me lloren que nadie es eterno, / nadie vuelve del sueño profundo".
En la luctuosa noche de su deceso, el despecho se hizo crudo, latente y masivo, no solo en Medellín sino en toda Colombia, y sus admiradores de varias generaciones salieron a los bares y a las calles a llorar y a corear compungidos sus desoladoras letras.
Ha partido Darío Gómez, 'el rey del despecho', ¡Viva el Rey! Que la tierra te sea leve y profusa la luz y la paz de la eternidad.