“Con paso firme se pasea hoy la injusticia. Los opresores se disponen a dominar otros diez mil años más. La violencia garantiza: «Todo seguirá igual» […] ¡Que se levante aquel que está abatido! ¡Aquel que está perdido, que combata! ¿Quién podrá contener al que conoce su condición? Pues los vencidos de hoy son los vencedores de mañana y el jamás se convierte en hoy mismo”. Loa de la dialéctica. Bertolt Brech.
Darío Betancourt Echeverry es un lúcido historiador colombiano, preocupado no sólo por la investigación histórica sino también de su enseñanza. Interesado tanto en problemáticas remotas como de aquellas recientes, tan cercanas en el tiempo como para hacer brotar el odio y las pasiones de los actores estudiados. Una oda a la verdad en medio de un país que sentencia con muerte.
Oriundo del Valle del Cauca, Darío nació en 1952 en Restrepo, una población ubicada en la cordillera occidental, en pleno apogeo de la Violencia cuando la policía conservadora estremecía a sangre y fuego a las poblaciones liberales. La época en la que llegó a la vida era, paradójicamente, una de las más sanguinarias de la historia de Colombia, aquel periodo marcaría su esfuerzo académico. Su lucidez como historiador emana de cuatro fundamentos. En primer lugar, su empeño en develar las posibilidades de la historia regional para cimentar la noción de nación y como factor esencial para comprender las problemáticas que aquejan al país.
Igualmente la apuesta por una historia crítica anclada en las contrariedades acuciantes del presente, distante de los historiadores que rehúyen a dar su visión sobre los hombres contemporáneos, ocultándose en documentos apolillados y almacenados en bibliotecas.
Otro aspecto esencial en su obra es la recuperación del valor de la fuente oral, algo sustancial si se tiene en cuenta que el ámbito académico ha valorado más la fuente escrita por considerarla más objetiva, no obstante es prudente al evaluar la pertinencia de su uso, señalando sus limitaciones y riesgos a la hora de servir como espejo del pasado.
Y finalmente, Darío Betancourt es un académico cuya preocupación por la enseñanza de la historia lo ubica dentro de aquel minúsculo grupo de investigadores preocupados por la renovación de los conocimientos impartidos en las aulas, a veces muy distantes de los avances realizados en el campo de la investigación.
La obra de Darío de Betancourt, segada a muy temprana edad, tiene una valía considerable en su visión analítica puesto que se descentra del protagonismo guerrillero para explicar los procesos de violencia, introduciéndose, sin dejar de lado lo anterior, en el fenómeno sicarial, paramilitar y mafioso, esencialmente en el Valle del Cauca, su tierra natal de la que fue un gran amante. Así mismo, su agudeza intelectual sobre la violencia en Colombia, aprehendida mediante observaciones de larga duración, le permite identificar continuidades desde finales del siglo XIX hasta la época actual. En ese sentido, presentamos aquí algunas de sus más importantes contribuciones a la comprensión de la violencia colombiana y, por supuesto, a la enseñanza de la historia.
Matones y cuadrilleros
Hace más de dos décadas, Darío ya nos advertía que no se puede hablar de la violencia a secas, por el contrario se hace necesario su estudio bajo la óptica de las regiones, el Estado, las clases sociales y las étnicas. La región seleccionada para iniciar tal análisis fue su natal Valle del Cauca, sin aproximaciones regionales sesgadas del contexto nacional y mundial, ni mucho menos chovinismos locales.
Para ello estudia la oleada de violencia bipartidista de los años treinta y cincuenta, ambas desarrolladas en un cambio de hegemonía. La primera relacionada con la presión ejercida por los liberales sobre la población conservadora, una vez hechos al poder, ligada a pleitos agrarios con el objetivo de hacerse con el control y manejo electoral. Por tal motivo, en los años cincuenta las bandas de “pájaros”, sicarios del partido conservador, actuaron en las mismas zonas de violencia liberal de los años treinta, presionando a los pobladores para que cambiasen de filiación política, ahora en beneficio conservador.
Producto de esta segunda etapa de violencia iniciada en 1946, cuando Mariano Ospina Pérez ganó las elecciones presidenciales ante la división del Partido Liberal, empiezan a consolidarse las guardias cívicas, pertenecientes a los directorios conservadores, convertidas en matones para presionar y amedrentar a poblaciones de mayorías liberales. En el caso del Valle del Cauca estas bandas surgieron y se desarrollaron en la zona montañosa, en donde el colono fue convertido en peón de fincas cafeteras o lecheras, con gran intervención de mediadores que posibilitaron la manipulación electoral; en contraste al desarrollo capitalista de la zona plana del Valle.
De tal manera, Darío pone en tela de juicio la visión según la cual en los cincuenta se dio una violencia esencialmente conservadora. Para él, en cambio, la violencia de los cincuenta es la reanudación de aquella iniciada por los liberales, llevada hasta límites nunca imaginados ni puestos en práctica por éstos, y encabezada por los “pájaros” que conservatizaron el Valle del Cauca, y otras regiones, a sangre y fuego.
Estos matones encontraron un gran respaldo en la clase política local, en los caciques y gamonales, similar al que recibieron los grupos paramilitares de los años ochenta, pues con la manipulación de ambos grupos armados se conseguía ascenso político ante los entes departamentales y nacionales. Así como los “pájaros” fueron mutando por diferentes fases, primero como grupos pueblerinos hasta llegar a ser sicarios profesionales sin filiación partidista, los paramilitares también sufrieron transformaciones, a quienes a partir de sus fines, estructura y funcionamiento, podemos clasificar bajo tres generaciones, todas, sin embargo, pueden rastrear su origen en las bandas de “pájaros” de los años cincuenta: la primera generación de paramilitares la situamos entre la promulgación de la Ley 48 de 1968 (que dotaba de armas a los habitantes de zonas de conflicto) y 1988 a las puertas de la fundación de las Autodefensas Campesina de Córdoba y Urabá. Éstos se caracterizaban “por tener un fuerte vínculo con el ejército nacional y ser un movimiento principalmente reactivo, es decir, que buscaba controlar territorios para frenar el avance de la guerrilla”[1].
La segunda generación tiene lugar entre 1988, con la intromisión de los narcos en el paramilitarismo, los cursos de Yair Klein patrocinados por Rodríguez Gacha, la fundación de las Autodefensas Unidas de Colombia, y el 2005 con las ‘desmovilizaciones’ de las AUC, bajo el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Estas “actúan como un ejército independiente y su objetivo es expansivo, ya que aspira a alcanzar todo el país” y, a diferencia de la primera generación, aquí existe una alta simbiosis con grupos narcotraficantes.
La tercera generación de paramilitares podemos periodizarla desde el 2005, con la aparente desmovilización de las AUC, hasta hoy –2017–, mal llamadas por el gobierno y los medios de comunicación como Bandas Criminales (Bacrim). Una prueba de los lazos de continuidad entre los paramilitares y estas bandas son los datos recolectados por la Revista Semana, según la cual “unos 700 miembros de la fuerza pública están siendo investigados por presunta complicidad con esos grupos que, según la Policía, llenaron en 152 municipios los espacios dejados por las AUC. El Ejército dice que casi 350 de sus miembros están bajo la lupa. La Policía ha destituido a cerca de 300 y el DAS, 30. La Armada tiene nueve capturados. Y una docena de fiscales son investigados por esta razón”[2].
Esta periodización puede resultar osada, si recordamos que Darío fue desaparecido el 30 de abril de 1999 y no pudo analizar entonces la fraudulenta desmovilización de los grupos paramilitares ni el poder político alcanzado por éstos, aquellos mismos en quienes pudo encontrar continuidades con las bandas de “pájaros” y tal vez ni imaginó que lograrían cooptar el poder ejecutivo y legislativo del país. Sin embargo, creemos que no desestimaría nuestra propuesta porque es un intento de aproximación, al menos cercano, a como él lo haría. Pensando el pasado como el tiempo para comprender el presente y las posibilidades a futuro.
“Pájaros” y paramilitares: monstruos de Estado
Al analizar el surgimiento y consolidación de las bandas de “pájaros”, Darío pone de presente el sello de clase que tuvo tal origen. “En el pájaro converge, tanto el sicario partidista de los señores, como el sicario del Establecimiento, dando origen así a un tipo de violencia paramilitar y cuasi-institucional con el respaldo de los Directorios Conservadores Municipales, Departamentales, funcionarios públicos y finqueros”.
El mismo origen institucional obtenido cuando se legalizó la seguridad particular con la Ley 48 de 1968 con el fin de apoyar la lucha contrainsurgente, cuya vigencia se extendió hasta 1989 cuando fue suspendida en el papel, pues no se hizo efectivo el desmantelamiento ni la demarcación clara con el Estado. Para que finalmente César Gaviria, además de introducir las reformas neoliberales en el país, colocara la última pieza en el engranaje paramilitar, iniciado con la conformación de los sicarios conservadores: las Cooperativas de Vigilancia y Seguridad Privada.
Otro aspecto análogo entre los “pájaros” de los años cincuenta y los paramilitares contemporáneos, hace referencia al efecto en los lugares en que ambas organizaciones actuaron, allí influyeron más como freno de los avances de la protesta colectiva, que como estímulo de las mismas, por esta razón aunque operaban bajo la protección de instituciones del Estado, a diferencia del bandolero de la época de la Violencia, no se encontraba arraigado en la población, la cual apenas lo apoyaba y sostenía por la presión que ejercía sobre ella.
Para Darío, los “pájaros” nunca desaparecieron por completo. En los sesentas los veremos actuando para eliminar a sindicalistas del sector cañero del valle y para contribuir a los procesos de desarrollo capitalista de los sectores agroindustriales de la Zona Plana. Y lo más importante, continúa, fue que en los pueblos y veredas donde surgieron, se han mantenido hasta el presente como fuerza oculta para zanjar pleitos, incluso en algunas zonas se integraron al actual sicariato.
Estas observaciones no hacen más que sorprender ante la gran vigencia que tienen. Parecen premoniciones de un presente lúgubre en el cual estas organizaciones siguen atemorizando a las organizaciones sociales y sirviendo como instrumento de control al servicio de las clases dirigentes –económicas y políticas tanto regionales como nacionales– del país.
En síntesis, el pájaro se ubica como doble sicario, como matón político a sueldo que ejerce una violencia selectiva y que desaparece a los “elementos peligrosos” de la sociedad, entiéndase líderes sociales, campesinos, estudiantes, sindicalistas y profesores con sentido crítico. Ligado a las fuerzas represivas del Estado, cuya continuidad hoy la constituyen los asesinos a sueldo y los grupos paramilitares. Muchos sicarios reclutados en Medellín, en Urabá y en el Magdalena Medio guardan extraordinarios vínculos con antiguos “pájaros” de poblaciones del Valle, Quindío y Caldas, lugares que presentan características particulares como la lucha individual por la tierra (a diferencia de Cundinamarca y Tolima en donde hubo mayor peso del movimiento de masas) y la manipulación electoral por los partidos tradicionales que permitieron el surgimiento de estas bandas.
Historia de la mafia
La investigación social emprendida por Darío Betancourt no se restringe, desde luego, al ámbito puramente regional, de hecho devela sus nexos con el contexto nacional e internacional en especial cuando estudia la historia de la mafia colombiana. Que pudo desenvolverse en gran medida gracias a la mundialización económica, con unas aduanas y fronteras más flexibles, así como a la crisis económica y social de las élites regionales que favoreció el ascenso de grupos criminales enriquecidos con el negocio de la cocaína. Lo anterior fue potenciado por la debilidad del Estado y su poca presencia regional, dejando en manos de particulares la solución y mediación de los conflictos, aunque Darío aclara que tal debilidad es relativa, en el sentido que los dos centros más importantes de la mafia colombiana, en Antioquia y el Valle, se desarrollaron en dos de las ciudades más modernas del país.
Betancourt entiende la mafia a aquel crimen organizado que obtiene ganancias y beneficios y pretende alcanzar la inmunidad jurídica mediante la aplicación sistemática del terror, la corrupción y el soborno. Como organización que opera al margen de las instituciones del Estado, tiene a su servicio un sin número de personas que trabajan en complejas estructuras paralelas al Estado mismo. Floreciendo como un Estado dentro del Estado.
Con el término mafia además problematiza la utilización de la expresión narcotráfico, utilizada por Reagan quien en 1982 declaró la “guerra contra las drogas” como objetivo esencial para la seguridad nacional de Estados Unidos. Para Darío la confusión que acarrea el vocablo “narcotráfico” puede sintetizarse de la siguiente manera: 1) al ser un concepto ambiguo, aparece reuniendo negociaciones comerciales de diversos tipos de drogas (legales e ilegales); 2) equipara coca y cocaína, y a partir de allí establece una cadena infinita de equivalencias; 3) y producto de los anteriores, asocia diversos y dispares sectores sociales como indígenas, campesinos, colonos, pequeños negociantes, medianos y grandes empresarios, banqueros o industriales de insumos. Legitimando operaciones de represión y control social contra las poblaciones de los países productores y dejando de lado a los consumidores blancos de países como Estados Unidos, y a todos aquellos que intervienen de alguna manera en el proceso, es el caso de los fabricantes de armas, las industrias químicas y la banca (lavando dinero).
Debido a esto, Darío Betancourt observa dos cualidades en la expresión mafia: en primer lugar, involucra los aspectos sociales, políticos y económicos del fenómeno producción, transporte, comercialización y consumo de psicotrópicos. Y de otra parte, hace oposición a la visión represiva contenida en el término narcotráfico.
Con la irrupción de los jefes de las organizaciones mafiosas, los mediadores tradicionales que en otros tiempos habían cumplido un papel importante en la construcción de un orden cívico y en el desarrollo de obras de infraestructura, y que evolucionaron, poco a poco, hacia las filas de los partidos tradicionales conduciéndolos a un tipo de mediación clientelista, daban paso ahora a estos mediadores de nuevo tipo que se han apoyado en sus relaciones de poder con agentes externos, en el peso de las relaciones familiares y en la utilización de la violencia para la resolución de conflictos y, sobre todo, por la vía de la seducción económica.
Para estudiar estas organizaciones criminales, Betancourt, establece la diferencia entre las mafias clásicas italianas y la criminalidad colombiana. En el primer caso, las organizaciones se caracterizan por ser parasitarias, ya que surgen como mediadoras entre el capital y el trabajo, imponiendo sobrecostos a la producción y comercialización de bienes y servicios. Opuesto a lo acontecido con las mafias colombianas que son la expresión de una criminalidad enriquecedora debido a su desarrollo alrededor de una mercancía altamente rentable, la cual genera riqueza y circulante monetario penetrando, de esta forma, en toda la estructura social.
Según Darío Betancourt, uno de los grandes errores al tratar de explicar la crisis colombiana ha sido el creer que la penetración del Estado por las organizaciones de tipo mafioso fue un fenómeno reciente producido desde los espacios urbanos de la gran política. Desconociendo el proceso de largo tiempo y especialmente todos los espacios locales y regionales por donde inició su lenta intromisión del Estado, la sociedad y la política.
Pero sin lugar a duda, el mérito más significativo de este digno historiador fue el de llamar las cosas por su nombre, sin titubeos ni rodeos, por ello en sus libros aparecen claramente identificados los personajes responsables del terror que padece país. Tal obstinación con la verdad y la investigación crítica le costarían la vida, segada el 30 de abril de 1999, probablemente por los mismos criminales que él con tanto ahínco investigó.
La enseñanza de la historia
Como maestro, Darío se ocupó además de la investigación también de la enseñanza de la historia, de acuerdo con él los maestros recurren de forma casi obligatoria a los libros de textos como herramienta en el proceso de enseñanza y aprendizaje, sin fomentar una actitud crítica frente a los lugares, las fechas y los nombres de personajes emblemáticos. Enseñándose una historia meramente descriptiva alrededor de acontecimientos muchas veces lejanos a los intereses y expectativas del estudiante. Predominando así la sobrevaloración del papel de los factores heroicos, partidistas y militares, relegando a los hombres del pueblo quienes fueron los indagados por Darío, quien reconstruyó la historia de los olvidados, de los siempre silenciados. Pues ya se preguntaba el obrero, del poema de Bertolt Brech, ¿Quién construyó Tebas, la de las siete Puertas? En los libros aparecen los nombres de los reyes. ¿Arrastraron los reyes los bloques de piedra? Y Babilonia, destruida tantas veces, ¿quién la volvió siempre a construir? Allí fue donde siempre estuvo inmiscuido nuestro digno historiador. Quien reivindicó también, de alguna manera, la oralidad como forma de conocimiento social, al ser una historia que enfatiza en el pueblo, en la cultura y en la vida cotidiana, aunque con varias limitantes pues es un una historia que reconstruye atmósferas, no acontecimientos. Es decir, que quien pretenda a partir de la historia oral establecer con exactitud sucesos fundamentales está muy equivocado. Dado que ella evoca la memoria, el recuerdo, el cual es frágil y cambiante, de acuerdo al momento histórico desde el que se narra, el tiempo trascurrido, sus olvidos, sus silencios o, simplemente, el estado de ánimo del testimoniante.
No obstante este tipo de enseñanza de la historia no es la que identifica Darío, al contrario es todavía, en la época de él y aún hoy, aquella “Historia Patria” de grandes hombres y que intento paliar, en ciertos aspectos, la llamada Nueva Historia. Las consecuencias derivadas de este tipo de enseñanza basada en acontecimientos aparentemente desconectados han dado como resultado un conocimiento anecdótico de sucesos remotos, así como una aproximación memorística y repetitiva del pasado. Provocando el desinterés completo por el aprendizaje de la asignatura y sesgando la posibilidad de comprender y relacionar los hechos narrados con la vida cotidiana, para advertir con ello las posibilidades que nos brinda la historia como herramienta para analizar el pasado y transformar el presente.
En ese sentido, la propuesta de Darío es clara sobre el por qué y cómo enseñar historia: invitar a nuestros estudiantes a ver el pasado no como una línea fija trazada en los manuales sino como un camino lleno de obstáculos sobrepasados por hombres y mujeres del común, que eligieron aquel recorrido en un abanico de posibilidades y que bien pudieron conducirlos hacia destinos diversos. Inspirando así la creación de un pensamiento crítico.
Es una invitación a romper con la supuesta neutralidad de los historiadores que, como lo escribiría Josep Fontana, no es más que una coartada para justificar el hábito de acomodarse en cada momento a lo que quiere el orden establecido. Es una invitación a ser autores originales, rigurosos y rebeldes ante la burocracia, el crimen y la injusticia.
[1] Laura Carpineta. Paramilitares última generación. Página 12. 15 de junio de 2006.
[2] Revista Semana, ¿Neoparamilitares? 2011. Consultado en http://www.semana.com/nacion/articulo/neoparamilitares/240855-3