Imaginemos que la propuesta que Gustavo Petro de construir Vivienda de Interés Prioritario en zonas de alta valorización y habitadas por algunas de las familias “ricas” de Bogotá, es un experimento de inclusión social y no una burda estrategia para usar políticamente a la población más vulnerable de la ciudad.
Juguemos a pensar que Petro se ha tomado el tiempo de planear adecuadamente este proyecto, que ha destinado un equipo técnico idóneo e integral para diseñar esta intervención social y que ha calculado los riesgos y beneficios de su propuesta.
Supongamos que el alcalde le está proponiendo a la ciudad experimentar la inclusión más allá de los discursos vacuos, la limosna y la hipocresía.
Presumamos, en fin, que Petro no tiene ninguna intención de potenciar el poco capital político que le ha dejado su ineficiencia, promoviendo una guerra de clases y pensemos que, en cambio, pretende darnos una lección bien calculada de cuan difícil es vivir la heterogeneidad social con quienes consideramos distintos y amenazantes.
En fin, démonos la licencia de confiar en que —esta vez— hay un estudio razonado que sustenta la propuesta del alcalde y confiemos en sus buenas intenciones.
Pues bien, fuera de cualquier legítima suspicacia, la propuesta de Petro me parece digna de análisis y experimentación responsable. Incluso creo que, más allá de la realización de estos proyectos de vivienda, el alcalde nos ha permitido emprender una discusión pública completamente relevante y fundamental para comprender las dificultades de ese delirio publicitario que ahora llaman “posconflicto”.
¿Cuántas veces “los ricos” de Bogotá se han preguntado si podrían vivir con “los pobres”? Y no con “los pobres” en su dimensión funcional y de literal servidumbre, sino con ciudadanos con derechos, deseos, intereses y pasiones. Y mejor aún, ¿cuáles son los “ricos” y los “pobres” que imaginamos y a partir de qué criterios deliramos sus interacciones reales o imaginarias?
Pienso en todo esto porque he tenido que vivir todo tipo de violencias de clase esta semana. He tenido que soportar a quienes suponen que la riqueza viene acompañada de fascismo y estupidez, así como a aquellos que presumen que la pobreza equivale a delincuencia e ineptitud.
¿Cómo hemos construido nuestras percepciones de las clases sociales —los estratos, dirían en Colombia— y cómo las hemos naturalizado?
Siento que es muy importante ser críticos con los modos en que las categorías de “ricos” y “pobres” son utilizadas retóricamente por los políticos colombianos de izquierda y de derecha. Y, en particular, creo que es hora de cuestionar severamente las retóricas de la inclusión de las que hacen uso muchos analistas.
Me refiero, por ejemplo, al modo en que el señor Néstor Morales se refería en su tribuna mediática a ciertos ciudadanos como “esta gente” ¿Quién es “esta gente”?, ¿de qué está hecha? ¿Hay que suponer que “esta gente”, en la medida en que el mismo Morales aseguraba que necesitaba su propia zona para hacer mercado, su propio lugar para estudiar, sus propias vías para movilizarse, en fin, su propio entorno para vivir, como un grupo social particularmente único, casi como una categoría antropológica aislada ¿Por qué “esta gente” no puede vivir en zonas distintas a las que “les corresponde” sin vivir una trágica inadecuación? ¿De qué están hechos los ambientes naturales para “esta gente”? O, pregunto de manera más directa, ¿cuáles son las condiciones ambientales en las que deberían vivir más cómodamente los pobres, más a “su gusto”?
Decían muchos críticos de Petro —desde una posición aparentemente liberal— que pensar en revolver a ricos y pobres le haría más daño a los pobres pues“ellos” no están acostumbrados al particular modo de vida de los ricos y, además, no tendrían dónde comprar un pan ni cómo enviar a sus hijos a estudiar.
Además de ignorar las condiciones reales de la oferta de productos y servicios de Bogotá, esta creencia me deja la sensación de que para muchas personas “los ricos y los pobres” son casi como dos especies o entidades diferenciadas, como los delfines y los escorpiones, o las nubes y las piedras.
Y si fuese verdad que “ricos y pobres” son tan radicalmente distintos, entonces, ¿de qué deberían estar hechos sus ecosistemas? ¿Cómo debería hacer un alcalde para garantizar la sostenibilidad de los ambientes propios de cada clase social? ¿Deberíamos tener un alcalde y un gobierno acorde para cada población o uno que permita su interacción regulada y controlada?
Dirán que exagero, pero me resulta más artificial —e insultante— que algunos críticos de la medida sugieran que esta no cuenta con las “dificultades” que podrían tener los “pobres” a la hora de compartir ecosistema con los “ricos”.
Hay una consigna bíblica que siempre me ha parecido desconcertante. Dice Jesús —el epítome de la paz y la inclusión— que no debemos echar “las perlas a los cerdos”. No soy el indicado para hacer exégesis ni para jugar a la teología, pero jamás he logrado entender por qué el supuesto amor universal e integrador representado en Cristo no consideraría la posibilidad de darle perlas a los cerdos. La metáfora es cruel y la uso de manera vil, pero creo que describe bien el modo en que muchos han asumido esta discusión de política social: no es racional darle algo demasiado bueno y refinado a “gente” que debería contentarse con menos. Es la política de no “perfumar un bollo”, como bien resumiría el perfecto político colombiano.