En Nicaragua se eligió nuevamente al señor Daniel Ortega como presidente de ese país centroamericano, en medio de un cuestionado proceso electoral en los que sus opositores fueron encarcelados o llevados al exilio, mientras la comunidad internacional ha puesto el grito en el cielo, considerando que fue un proceso mañoso que le quita toda legitimidad.
Ortega es un exguerrillero que compartió los ideales e hizo parte del Frente Sandinista de Liberación Nacional, que derrotó a la familia Somoza, la que por cuatro décadas estuvo enquistada en el ejecutivo de ese país haciendo de anchas panchas.
Como todo ideario revolucionario, la pretensión del grupo subversivo era la defensa de los derechos del pueblo y por supuesto, sacar de la pobreza y la desesperanza a la población nicaragüense, que como buen pueblo latinoamericano que se respete, ha sido la víctima del secuestro del Estado por parte de nefastos gobernantes.
Daniel Ortega comenzó a figurar en el año 81, cuando fue elegido como coordinador de la Dirección Nacional del Frente Sandinista de Liberación Nacional hasta el año 84, año en el cual se presentó como candidato a la presidencia por ese movimiento, conquistando así su primera jefatura de Estado hasta el año 1990, luego en el 2007 se postula nuevamente y queda elegido, fecha desde la cual nunca más soltó el poder.
Cuando se posesionó para su segundo período presidencial la imagen del líder revolucionario era parte del pasado, para aquel entonces mostraba ser un hombre más democrático, que quería la reconciliación y la paz para su pueblo, eso sí, vociferando en contra del imperialismo norteamericano, país con el que Nicaragua mantenía grandes nexos comerciales.
La historia de Ortega es algo particular porque en ella se observa la mutación de cómo un hombre que decía luchar contra la inequidad social, por los derechos de su pueblo y en contra del totalitarismo, se convirtió en todo aquello frente a lo cual decía desafiar.
Este caso puntual de Daniel Ortega en Nicaragua, guarda mucha identidad con otros grandes exponentes del nefasto socialismo latinoamericano del siglo XXI, los cuales se han elegido enarbolando banderas de lucha contra la desigualdad y la pobreza, mientras van hinchándose de prepotencia, ineptitud y desgobierno.
Estas formas de ejercer el poder como gobernantes no solo son peligrosas per se, sino porque además tienen la capacidad de destruir la institucionalidad al interior del Estado, dándole un papel preponderante al nuevo mesías revolucionario, que con cada anuncio atiza el respaldo de un pueblo resentido de tanto maltrato e indiferencia.
En Colombia, ha calado el discurso de salvación de un exguerrillero que nunca supimos qué hizo cuando fue bandido gracias al indulto recibido, pero aun así pretende dar cátedra de moralidad, y quien además ha sabido capitalizar los garrafales errores de un caricaturesco presidente que no ha sido, ni chicha ni limonada.
Lo que muchos seguidores de este sujeto no advierten, es que por muy social y bonito resulte su discurso, hay una gran diferencia entre hacer control político, y otra la de administrar la cosa pública, para lo cual se necesita desvestirse de la arrogancia de estos líderes populistas que hablan de igualdad, mientras usan zapatos de dos millones de pesos y viven en mansiones de 3 mil millones.
Lo que sí tengo claro es que elijamos al presidente que elijamos, si al Congreso de Colombia siguen llegando la misma estirpe de espurios políticos que hemos tenido por décadas, el país nunca transitará a los cambios que tanto exige.