Mi abuela, mi querida Mamá Ocha, la madre de mi padre, con quien viví tantos días y quien me soportó muchos momentos difíciles en la vida, era racista. Sus hijos eran morenos pero no soportaba que uno se enredara con una negra. Con lo que me gustaban.
Un día, en una fiesta familiar en la que todos le festejábamos el matrimonio a una hija criada de mi abuelo, tuve la osadía de aparecerme en el baile con una novia negra, apretadita y bembona, que venía de la Isla de Grenada. Bailamos entregados a la música por largo rato y cuando quise enjugarme el sudor de la rumbosa noche barranquillera, salí del baño y me planté a peinarme frente a la luna grande del espejo, al lado mismo del sitio en que mi abuela tomaba el viento redondo de un ventilador.
Nada más fue tenerme a su alcance y me dio un pellizco bestial de varias vueltas en la piel de la barriga acompañado de una expresión casi escupida: “¡sácame esa negra de mi casa antes de que acabe con esta fiesta de mierda!”
De expresiones racistas de ese tipo están llenas muchas escenas familiares, no sólo en el Caribe colombiano, donde se supone que somos amplios y tolerantes, sino de todo el país en donde perviven aún relaciones familiares, laborales, políticas y culturales que reproducen comportamientos arraigados en complejas estructuras culturales que vienen de oscuros solares y traspatios de la historia.
Las nuevas relaciones de poder,y en general todo el complejo mundo globalizado
le ha abierto las puertas a nuevos nacionalismos,a nuevas expresiones sectarias de la religión, la política, la economía la raza y la cultura
Hoy por hoy las nuevas relaciones de poder, las nuevas élites de la comunicación y en general todo el complejo mundo globalizado le ha abierto las puertas a nuevos nacionalismos, a nuevas expresiones sectarias de la religión, la política, la economía la raza y la cultura. Es una especie de contrasentido trágico en el cual, todo lo que los avances de la civilización habían ayudado a entender, a ocultar, a soportar, a tolerar, a aceptar y a disimular en nuestras relaciones sociales, hoy en día, con mayor acceso a la información, con múltiples formas de acceder al conocimiento y a los diversos roles de lo público, pareciera que el mundo se debate en múltiples y peores formas de discriminación, exclusión, xenofobia y racismo.
Hace algunos años, el lingüista y científico cognitivo holandés, Teun Van Dijk, autor del libro Racismo y análisis crítico de los medios (1997), en una entrevista concedida en Bolivia, hablaba con extraordinaria lucidez del racismo, los medios y las élites, con palabras que pueden resultar especialmente iluminadoras para entender algo del fenómeno del racismo que hoy por hoy se expresa de manera tan abierta en las sociedades supuestamente más avanzadas del mundo contemporáneo. Decía que los “Los discursos del racismo no son nuevos. Existen desde hace siglos. Los griegos hablaban de barbaroi para llamar a los extranjeros que eran diferentes a ellos y, por ello, tenían menos derechos. La palabra ‘bárbaros’ viene de barbarein, que quiere decir ‘balbucear’, es decir que habla un idioma que no se entiende”. Luego vendrá la idea de la superioridad europea, blanca, occidental, en relación con gentes de otros continentes que se expresa de diferentes formas desde el Descubrimiento de América como en todos los fenómenos de la colonización. “Después, en los siglos XVIII y XIX, surgen las ciencias de las razas que medían los cráneos de forma absurda para establecer la superioridad de unas razas sobre otras. Los científicos inventan el racismo, lo que luego fue utilizado por los políticos para legitimar la esclavitud y la dominación europea sobre los no europeos. Entonces, se trata de fenómenos muy antiguos. La colonización era una forma de globalización. La palabra ‘globalización’ es nueva, pero en muchos sentidos el fenómeno es muy viejo…”
La inmigración ha cambiado la fisonomía y la cultura de grandes urbes como Nueva York
Y nos dice también que los nuevos fenómenos de la inmigración (que son desde luego el resultado de las desastrosas políticas colonialistas de Europa y Norteamérica), han complejizado grandemente las sociedades contemporáneas al punto que han terminado cambiando radicalmente la fisonomía y la cultura urbana de ciudades como Nueva York, Paris, Londres, Amsterdan o Madrid convirtiéndolas en conglomerados fundamentalmente multiculturales en los que, cuando aparecen los problemas económicos, los inmigrantes son los grupos más indicados para ser culpados de la mala situación “debido a que no tienen el derecho a votar y no tienen poder”. Y esa multiculturalidad con usos, costumbres, religiones, lenguas y creencias es lo que hace difícil de manejar estas nuevas sociedades que reclaman nuevas políticas de inclusión, derechos, seguros sociales y acceso a servicios.
¿Qué hacer entonces con los inmigrantes? Es lo que se preguntan todas estas sociedades presionadas terriblemente por el miedo a los otros, a los que son diferentes. A los que van a quitarles el trabajo. A los que van a desteñirles la sangre. A los que van a atropellar el idioma. A los que van a comerles la comida y a tomarles el agua. ¿Cómo van a explicarlos en su vida? ¿Con qué discurso deben ser presentados en la prensa, en los libros de historia o en los textos escolares?
Publicada originalmente el 19 de agosto de 2017