¡El Vaticano tiene una comunidad homosexual de las más numerosas del mundo, dudo que, aún en el Castro de San Francisco, ese barrio gay emblemático, hoy mixto, haya tantos homosexuales!” —Frédéric Martel.
Una singular homofobia es practicada por la curia católica; por conveniencia en unos casos, por convicción en otros. Su jefe máximo, el papa Francisco, no escapa a tal desvarío por mucho que lo camufle en sus frecuentes discursos. Singular porque son aquellos prelados de mayor vehemencia homofóbica ante su feligresía, quienes comúnmente mantienen en privado vidas y prácticas homosexuales. El reciente libro con el muy sugerente título Sodoma, del escritor-investigador francés Frédéric Martel nos da parte de un estudio de más de 600 páginas en donde concluye sobre el secreto a voces: más del 80% de los prelados católicos son homosexuales.
Y el problema no es la homosexualidad per se, sino cuando esta es practicada por hombres “de dios”, que hacen votos de castidad, que adhieren a principios como el celibato y pregonan lo nefasto de la conducta homosexual. Incoherencia por decir lo menos, hipocresía por decirlo asertivamente e impostura por decirlo mejor. Y cuando estos célibes de papel y púlpito añaden pedofilia, los adjetivos calificativos nos quedan cortos.
Poco a poco se va desentramando la verdadera ideología de Francisco, el papa que en sus inicios creó gran entusiasmo, porque sembró esperanzas con sus calculados y sibilinos decires, cargados de ambigüedad. Parecían novedosos, innovadores, con un trasfondo de cambios a la anticuada institución católica.
Ahora, después de cinco años de apoltronamiento en el solio, continúa emitiendo frases cifradas que hubo de transformar en otras más reales y reveladoras de sus entrañas, de sus verdaderas intenciones; se le descorre el subrepticio camuflaje con el que lograba aceptación de su ciega grey. Fue así como pasó del ¿quién soy yo para juzgar [a los homosexuales]? a recomendar llevar al psiquiatra a los niños que manifiesten conductas homosexuales. Tuvieron que salir los servicios de comunicación vaticana a corregir el entuerto, pero como fue tan fuerte acudieron al malentendido, dado que fue aún inexplicable terminaron diciendo que Jorge Bergoglio, Francisco por obra del espíritu santo, no tenía por idioma nativo el italiano, así es que fue simplemente un traspié en las sutilezas lingüísticas. Olvidaron los traductores-correctores-comunicadores que en lengua española, la suya natal, había ya expresado semejantes homofobias en Buenos Aires cuando era su obispo: calificaba al matrimonio igualitario como “un plan del demonio”, al tiempo que repudiaba a los homosexuales y predicaba contra el uso del preservativo. Era ya un “hombre moderno”...
Es que en juego largo las cartas por ocultas que sean, resultan siempre adivinadas o develadas; es imposible jugar siempre a la tapada, los hechos obligan a mostrar, a tomar posiciones, a dejar la vaguedad, a abandonar el doble sentido, a salir de los eufemismos, a precisar.
La homosexualidad y la carencia de celibato sacerdotal en el Vaticano y en el resto del orbe no es problema mayor, es solo un desacato a una norma interna, el verdadero problema que atañe e incrimina a los prelados católicos es la pedofilia, porque aquí no se trata de una pauta institucional transgredida, sino de un delito público.
El escándalo actual de la Iglesia católica es, sin duda, la pedofilia de muchos de sus prelados, que pensaron que esto podía ocultarse por siempre entre sus enaguas purpúreas, pero ni ese travestimento ha logrado disipar la magnitud de la desvergüenza en la que incurrieron y que ahora ahoga a la iglesia.
Las investigaciones laicas, las estadísticas acusadoras y las quejas de todas partes mandaron al asilo al co-papa Ratzinger (ex Benedicto XVI), está recluido en un convento de lujo, antesala del paraíso que sin duda cree merecer dentro de poco. Muchas cosas empujaron a este embajador divino a abandonar su cargo, pero sobre todo el saber que su propio hermano, también ensotanado estaba envuelto no solo en granate sino en graves sospechas del nefando delito: vinculado al abuso de 547 chicos de un coro católico que dirigió durante 30 años en la catedral de Ratisbona (Alemania), se le acusa como mínimo de encubrimiento.
Muchos casos de pedofilia practicada por los clérigos, y sobre todo los de más alto turmequé, han sido puestos de manifiesto últimamente, con lo que Francisco empeñó su palabra para resolver este problema y hacerlo transparente a sus feligreses. Muchos observadores abrigaron, con esta promesa la esperanza de ver no solo desenmascarados a los monseñores pederastas, sino también castigados, con penas de verdad y no con las de mentirillas del derecho canónico.
Así las cosas, acosado el gran Francisco convocó a Roma con gran alharaca una gran cumbre de 190 altos jerarcas (presidentes de conferencias episcopales, superiores de órdenes religiosas y tutti quanti), con el objetivo de dictaminar y hallar una solución concreta, insistió, a este flagelo. Como resultado de este gran simposio, Francisco admitió que eran ciertos los cargos que se imputaban a sus prelados y, entonces, por estos pecados pidió perdón a su dios, “olvidando” hacerlo a las víctimas terrenales, quienes son los directos implicados y ultrajados, prefirió las divinidades. Añadió, además, que la culpa era del diablo y del mal, con lo cual excluyó a los victimarios de sus faltas. El Gran alboroto reparador con los magnates del imperio católico, con promesas de acciones concretas resultó en gran blablá: el elefante parió un ratón. Y el co-papa Ratzinger lo secundó con una carta en la que carga la culpa a la liberación sexual iniciada en el mayo francés del 68, así como a la ausencia de dios. Es decir exculpa a los acusados.
Francisco el papa creó esperanza de innovación en las prácticas, normas y hábitos del mundo católico, y de Occidente; sin embargo, se constata que mucho más es lo que dice, que las realizaciones que pone en aplicación, tendencia bien detectada. Incurre en contradicciones en su permanente platicar y en la profusión de pequeñas frases ambiguas que pronuncia. Los temas álgidos que se desearía tratase con presteza y coraje andan almacenándose en el tintero de la historia, esa que lo juzgará por sus actos y no por sus intenciones y decires.
Esta crisis fragiliza toda la estructura de la Iglesia católica porque le suprime credibilidad; la pedofilia la desestabiliza particularmente, dado que los curas han afianzado su poder en una autoridad moral, social y espiritual. Al contravenir esta confianza dada, justo con los niños que son los más frágiles de la cadena, no solo los han violentado, sino defraudado a sus ingenuos padres que habían entronizado a los prelados, inmerecidamente, en un excelso rango de talla ética e intelectual. Que su dios los perdone porque la justicia humana los condena.