“No le fallamos a Colombia, hoy dejamos las armas”: Rodrigo Londoño.
Después de pasada la incertidumbre, el dilema si entregaron o no las armas, si las dejaron aceitadas, para usarlas cuando llegue el exterminio, y una buena carga de teorías sobre la desmovilización que difunden los adversarios de la paz, viene un lento proceso de aceptación cultural para legitimar las paces.
Si hemos sido competentes, oportunos y adecuados para sostener la cultura de la guerra, que no solamente es la confrontación militar, que conlleva la compraventa del pánico, la tolerancia de la sangre en los conflictos de baja intensidad y la resignación de quienes sufren la injusticia social, la sociedad comprometida con la paz debe fortalecer el compromiso de la convivencia.
Si en la guerra se formaron los mitos del guerrero, los héroes vivos y muertos, en la paz tienen que forjarse las narraciones de los hombres y mujeres en paz; no puede comenzar la tragedia de la soledad sino la construcción de una patria que le rinde doloroso culto a la reconciliación. Queda un nuevo uso de las palabras para construir patria en los campos y ciudades, pero sobre todo en el campo, que nos conduce al cultivo de la parcela y florecimiento de la naturaleza con un sentido de alianza generosa con el Estado.
Si hubo resistencia frente a los bombardeos, si hubo resistencia frente desamparo y la miseria humana del enfrentamiento entre pobladores del mismo origen, la educación para lograr las paces debe pasar por la desmovilización del rencor y el resentimiento que se adaptan tanto en la conciencia del guerrero como en las víctimas de la conflagración.
Vender la temporalidad del conflicto va más allá de la desmovilización compartida y mediática.
El “cómo le va” dicho a un combatiente después de algunos años debe significar la superación del duelo, la mirada sin lágrimas del otro, la hermandad despojada de resentimientos y una apertura al futuro en paz, incluso, sin desmantelar el olvido.
La paz tiene múltiples interpretaciones, para los combatientes puede ser la ausencia del enfrentamiento bélico, para las victimas el resarcimiento moral y material, para los gobernantes un discurso político y para quien solo conoció la guerra en los titulares de prensa o imágenes televisivas saber que han terminado las noticias de la sangre.
No se trata de que los malos no pudieron vencer como en las películas, ni los buenos se impusieron como en los desenlaces de las cintas, se trata de admitir que en la dialéctica del enfrentamiento los otros también tienen la capacidad de superar los conflictos y practicar la no violencia como principio de la fraternidad.
No se necesita esperar que cambie el sistema para que nuestra sociedad cambie, esa fabula política ha sido superada.
Educar para la tolerancia no es admitir la injusticia social, no es aceptar la ilegalidad, el desafuero y la violación de los derechos humanos y sociales; convertir, así, la tolerancia, es fomentar una paz en alianza con la vergüenza de convertir la democracia en una ficción política, es sacralizar el conflicto y no darle la categoría dialéctica para resolverlo con la participación del Estado y de la sociedad que lo soporta.
Hay que cambiar nuestro tradicional sistema educativo, entender que las relaciones humanas son conflictivas y que a través de la historia la guerra no siempre “ha sido la partera de la historia”, que junto a ella en distintos tramos históricos la superación pacífica de los conflictos ha sido una constante humana, pueblos, culturas y religiones han acudido a los instrumentos pacificadores, amigables y negociadores.
Creer que la paz nos va a llevar a vivir como los suecos o los australianos es una utopía; solo tenemos que aceptar que los triunfadores somos todos, que el solo hecho de aceptar que el Estado y la insurgencia no participan cotidianamente en los rituales de la muerte es una victoria.
Nos corresponde ahora no hacer un memorial de agravios contra la guerra sino una declaración de hermandad sobre y para la paz, no para adorar el Dios Mercado, sino para bajarlo de su pedestal, salir de la prehistoria del garrote cromañón y reclutar colombianas y colombianos que tengan toda la capacidad de construir convivencia, pensando en que en la democracia el ciudadano goza de derechos humanos y sociales y protege su dignidad, mientras en un régimen neoliberal se pierde la salud, la educación, la dignidad y la paz.
Bienvenidas sean las Farc al escenario de la convivencia.
Hasta pronto.