Conversaba con el taxista, el semáforo en rojo, un joven andrajoso se acerca con trapo y un pedazo de plumilla en mano, pide permiso para limpiar el panorámico, comentamos sobre su situación y el taxista resume: “Uno se da la vida que quiere”. No hablamos más, pero quedé preocupado ante esa sentencia.
¿Será que gana mucho dinero en ese oficio? ¿Por qué no hará otra cosa? ¿Será que es perezoso y trabaja solo para ganarse una sopa diaria? ¿No sabe otro oficio o está sin empleo? ¿Se dejó llevar por el vicio? ¿Sus padres lo echaron de la casa desde pequeño para que se ganara la vida en la calle? ¿No quiso o no pudo estudiar? Muchas especulaciones alrededor del hecho, sin embargo, no comparto la afirmación del taxista. La culpa es de la sociedad, pues como afirmaba Rousseau: “El hombre nace bueno y la sociedad lo corrompe” ¿En qué forma lo corrompe? No ayudándolo en su proceso de crecimiento, no capacitándolo en saberes para la vida ni formándolo en valores sociales, no brindándole la oportunidad de trabajar, obligándolo, como a cualquier animal salvaje, a luchar por su sobrevivencia.
Enrico Ferri, de la escuela penal positivista, en su Sociología Criminal, consideraba que la función esencial del Estado era reducir las desigualdades naturales y soñaba hace más de 130 años con que pronto se impondría la justicia social en el Estado moderno, visión optimista venida abajo porque no logró prever que hoy “habría niños que les tocaría crecer y desarrollarse en el desamparo que se produce cuando una familia no se ha integrado en su entorno; que el Estado, en muchas partes del mundo, no sería capaz de garantizar servicios sociales básicos, que las escuelas se volverían indiferentes a su deber de articular el mundo privado del niño con el mundo público para el que, en principio, los educa; que la superación de la pobreza y la exclusión social seguirían siendo los grandes retos de las sociedades libres del mundo globalizado” (Jorge Giannareas, en El mundo invertido de Enrico Ferri).
Por el lado opuesto, conocemos jóvenes, como los futbolistas James R., Falcao G., que cada día ganan cientos de euros. También hay otros deportistas, cantantes, modelos, actores y actrices muy exitoso(a)s y ganancioso(a)s. Gracias al mundo de la competencia capitalista pocas personas desde su adolescencia logran acaparar enormes fortunas. En el mundo de los grandes espectáculos deportivos y artísticos los campeones, los números uno, reciben grandes sumas, no así los demás. Esta filosofía les fascina a muchas personas. A otras, no. No por envidia, sino porque fomenta la desigualdad social. Por ello es mejor el deporte aficionado, para fortalecer y mantener un buen estado físico, que el competitivo, para ganar dinero, y por la misma razón, es absurdo que pongan a los estudiantes a competir para poder obtener una beca de estudios. Si los seres humanos no gozamos de la misma inteligencia sino que cada individuo tiene una inteligencia especial, ¿por qué someternos a un único patrón de evaluación? A los grandes inversionistas les sirve el modelo competitivo, pero a la sociedad en su conjunto, no.
En el primer caso, quizás el limpia-raya o engrasa vidrios sea culpable de su miseria en un 10%, pero el 90% de la culpabilidad recae en el sistema socioeconómico predominante en la sociedad. El Estado está obligado crear las condiciones indispensables para nivelar la situación de quienes carecen de medios con la de los que nadan en la abundancia.
Hoy, después de 70 años de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y de 17 años de haber sido incluidos en la Constitución Política, toda persona, independientemente de la edad, el sexo u origen étnico, debería tener garantizados todos sus derechos humanos, sin necesidad de concursos para poder merecerlos.