A pesar de que se encuentran en cualquier supermercado, de repente parecen nuevos, sin estrenar, productos inéditos. Me asomo a la nevera de mi cocina, descalzo. Una acción normal entre lo habitual. Nada del otro mundo, nada insólito. No lo hay. Se trata de una cocina del montón, con una nevera del montón, con huevos del montón, con cervezas del montón, con frutas del montón, con leche del montón, suelo de cerámica del montón, cubitos de hielo del montón, tomates del montón y un triste papel con un poema pegado a la puerta del congelador, que se defiende con gran vigor para no ser arrojado a la basura. Una representación de lo doméstico que serviría también como apología a lo extraterrestre.
Y es que una señal divina procedente del interior de la nevera congela mi mirada y crea un juego de sombras y luces en mi cuerpo y también en la zona del suelo donde tengo los pies, deteniéndome, al fondo, contra la superficie brillante de la puerta. La luz es tan poderosa que sugiere algo más sublime que la existencia de una bombilla, la de una deidad; un Dios. Yo soy el que soy, me dice alguien desde el fondo de la nevera. En otras palabras, yo había ido por una cerveza y regresé con una revelación que intentaba pasar inadvertida en una atmósfera de total cotidianeidad. ¡Ohh Dios! Imposible no sentir una sacudida de miedo. Lo más increíble es que esta acción se repita en todas las cocinas del mundo millones de veces cada día. ¡Cuidado al sacar las cervezas de la nevera!