El fin de la columna de Daniel Coronell, debido a sus cuestionamientos sobre los motivos por los que la revista Semana optó por no desarrollar la historia que el NY Times reveló sobre la amenaza de una nueva cosecha de falsos positivos, debido a las directrices de la cúpula militar y del gobierno Duque me hizo pensar en lo que pasa cuando el orden hegemónico es cuestionado.
Cuando este territorio que hoy conocemos como Colombia, se encausó hacia el camino de la independencia, motivado por el contexto del momento, así como por la influencia de la independencia norteamericana de 1776 y posteriormente de la revolución francesa de 1789 y sus ideas de igualdad, fraternidad y libertad, que eran la esencia de la subversión, porque implicaban hacer trizas miles de años de dominio monárquico, surgió un problema en Colombia que aún está por resolverse. Ser moderno, en el sentido que estas dos revoluciones lo entendían. Esto es, que el ejercicio del poder que emanaba de los reyes, quienes eran elegidos por dios, a través de la iglesia, dejaba de existir, lo que conllevaba a que se extinguiera la noción de súbdito y emergiera la de ciudadano.
Esto implica dos cosas, por una parte, que todos, absolutamente todos los individuos son iguales y tienen los mismos derechos, en especial aquel que les confiere el derecho a elegir a sus representantes, quienes a su vez deben trabajar en pos del bienestar del total de la comunidad. El segundo aspecto, consiste en que para que esos ciudadanos puedan ejercer ese derecho a elegir de forma libre deben tener acceso a la información adecuada y objetiva con la cual pueden construir una opinión propia de forma razonable, y así elegir a quien o quienes mejor representen sus intereses específicos. Así entonces, la libertad de elección, que es considerado un pilar de la democracia, pasa porque la ciudadanía tenga la posibilidad de cuestionar, criticar y en general de pronunciarse sin restricciones sobre todos los asuntos que considere relevantes. Entre ellos, el de deliberar sobre las prácticas de quienes ejercen el poder político. Sin ese aspecto, sin ese incansable ejercicio, la idea de democracia tambalea.
Para muchos colombianos, hablar de derechos humanos, reivindicarlos,
criticar al Estado o al gobierno de turno, a las autoridades, a las instituciones,
es visto como algo inaceptable, un atentado contra la idea misma de nación
Las ideas conservadoras más recalcitrantes, retoman la idea de que existe un bien común, que está por encima de los individuos, que es superior a sus intereses particulares. Así mismo, defienden, que es responsabilidad de las autoridades y de las instancias políticas y religiosas propender por defender ese orden común, en detrimento de los intereses individuales que difieran con él. En contraposición, las ideas democráticas modernas asumen que una sociedad está construida por un entramado de intereses diversos, todos ellos legítimos. Entienden que la riqueza del ejercicio democrático real se funda en aceptar la divergencia y la contradicción, porque esas son las claves del debate, que por su naturaleza abierta facilita abordar los problemas de una manera, aunque imperfecta, incluyente, en la medida en que la posición de todos los actores es tenida en cuenta para llegar a acuerdos.
En lo que se refiere a nuestro país, el orden social ha estado más inclinado hacia las ideas conservadoras, incluso cuando se habla de ideas liberales. Históricamente Colombia ha sido un país en el que se ha privilegiado el interés general y usualmente quienes optan por demandar intereses particulares o puntos de vista diferentes al discurso hegemónico, son vistos con sospecha, considerados peligrosos e incluso percibidos como enemigos de ese objetivo común impuesto por el orden político. Para muchos colombianos, hablar de derechos humanos, así como reivindicarlos, criticar al Estado o al gobierno de turno, a las autoridades, a las instituciones, etcétera, es visto como algo inaceptable, un atentado contra la idea misma de nación. Por esta razón, desde la legalidad, se ejerce la censura, así como otras estrategias restrictivas de la libre expresión, con la excusa de que salvaguardan a la sociedad.
Debido a esto, muchas colombianas y colombianos hemos sufrido toda suerte de insultos, amenazas, incluso ataques por cuenta de nuestras posturas ideológicas o por causa de nuestro trabajo político o humanitario. Así mismo, les ha ocurrido a varias y varios ciudadanos en diferentes escenarios. Así entonces, la vocación democrática de cada gobierno se puede medir por el nivel de censura y de amedrentamiento que ejerza sobre las voces que disienten o cuestionen sus políticas. Sin embargo, lo anterior, no se limita de forma exclusiva al gobierno, aunque sí influye. También se percibe, en la academia, en las instituciones del Estado, las empresas privadas y en las salas de redacción, como se hizo notorio la semana anterior con la salida de circulación de la columna de Daniel Coronell, hecho que envía un mensaje contundente y sin matices, el periodismo crítico y de investigación en Colombia ha sido comprado por grupos económicos, para quienes la preservación del estatus quo requiere controlar la información. Con ello, se limita el ejercicio democrático en el país, porque una sociedad mal informada, adormecida, como la nuestra, será incapaz de cuestionar la narrativa, el orden impuesto. El caso de Coronell es el más visible, pero lo cierto es que son muchas las periodistas y periodistas que han sufrido casos de censura, cuando menos, cuando más, que han sacrificado la vida por informar a sus conciudadanos de manera objetiva y crítica. Con los despidos injustificados de personas críticas, sean estas periodistas o académicas, como ocurrió la semana pasada con la filósofa Luciana Cadahia pierde la democracia moderna, nuestra sociedad y el país.