En el mes de diciembre todo debe girar sobre la Navidad y el fin de año. Querámoslo o no, se nos mete por la piel esta festividad que para los almacenes representa mayores ventas. El gozón se divierte con un mes bastante bailable, y los niños no se cambian por nada, ya que es una de las pocas veces que los adultos se dedican especialmente a ellos.
Recordar acciones desastrosas del año que termina no es conveniente. Por una parte, se ofenden los comprometidos, y por otra, para qué evocar malas actuaciones si lo que deseamos es mejorar nuestros comportamientos con los demás. Sin embargo, cuando de medir la vara actitudinal se trata, debemos valernos de hechos significativos que de haberse realizado estaríamos en mejores condiciones humanas.
Como es habitual, al cierre de las actividades anuales, también elaboramos el resumen de las cosas buenas que ejecutamos; propósito de enmienda por las que no cumplimos; y contrición de corazón para los acontecimientos del próximo año.
Por eso, he decidido no romperme la cabeza con tanta pensadera, y más bien narrar algunas experiencias de Navidad y año nuevo en el Pacífico sur. La tradición oral, y hoy en día la escrita, están entroncadas en nuestras almas. La vida en el mar del sur es un cuento.
Uno tras otro fue cayendo
Como un demente, el único policía del caserío de La Barra asesinó a una veintena de cerdos. Los habitantes, sorprendidos, vieron cómo fueron cayendo uno tras otro con un tiro en la cabeza, disparado desde la vieja carabina Winchester 30-30 modelo 1894 de seis cartuchos que decomisaron hace años a un turista gringo, y que fue recargando y apretando el gatillo hasta casi agotar cinco cajas de municiones.
El inspector de policía había dado la orden de acabar con todos los cochinos del lugar, porque no aguantó más el asqueroso olor que emanaban. Nunca esperó que fuese cumplida por el policía con tanta vehemencia.
Durante la matanza, los pobladores no pudieron hacer nada, salvo, observar al poco tiempo la decisión del juez municipal de Buenaventura, a quien le había llegado la queja del grupo de hippies asentado en la playa, que obligó al inspector a desapartarse del cargo por su arbitrariedad. La tranquilidad del lugar no iba a durar mucho, hasta la noche que el policía borracho mató los dos últimos puercos que a la postre eran propiedad del inspector, y que tenía ocultos para la lechona de Navidad.
Aquella mañana fue encontrada la carabina con el cargador y la recámara vacíos. Las dos últimas balas habían sido impactadas cada una en las cabezas del inspector y del policía, por el sucio y drogadicto hippy de La Barra, en retaliación por la marranada cometida, y previendo una futura acción contra ellos.
Se salvó la Nacional
Era una opípara fiesta tal como acostumbraban los italianos a celebrar el fin de año en Tumaco. De un momento a otro, Bruno —el primo camorrero— cayó de bruces al suelo, y se armó la algarabía. Yo, Salvatore, estaba mirando el mar por la ventana, puesto que la fiesta era de los mayores. Mi hermano Giacomo —quien cursaba tercer semestre de medicina en la Universidad Nacional— también estaba ausente revisando el libro de Anatomía que iba a utilizar en el próximo periodo.
Algunos alarmados, comentaron que Bruno ingirió demasiada lasaña con salsa blanca y leche entera, y raviolis de requesón con tomate seco; otros de la familia especularon que era un cólico miserere o un vahído, producto de haber ingerido un vino añejo Vigna la Miccia de la Sicilia, y los más audaces se atrevieron a vaticinar que el primo se estaba haciendo el muerto para que las bambinas se le acercaran.
Como el primazo Bruno no despertaba, mi padre me alcanzó a ver recostado en la ventana, y gritó: “Salvatore ve a llamar a Giacomo, para que atienda esa masa informe tirada en el suelo”. Quería además mi padre, comprobar qué tanto mi hermano había aprendido en la universidad, y si la plata invertida en los estudios no era en vano.
De manera diligente, mi hermano se caló las gafas con lentes de aumento, se colgó el estetoscopio que mis padres le habían regalado de Navidad, y con toda la solemnidad de un galeno se puso a revisar al paciente. Le tomó la presión arterial y estaba bien, le dio algunos masajes al corazón y alcanzó a escuchar unos latidos, pero Bruno no despertaba…
La tensión empezó a aumentar en la fiesta, mi padre ya estaba desanimado porque Giacomo no reanimaba al primazo, cuando el prospecto de médico se iluminó e hizo voltear el cuerpo, le hundió el estómago con las dos manos, y de manera inmediata se escuchó “un fuerte pedo con olor a mozzarella”. Mío caro tío Francesco que estaba pendiente de la experticia de mi hermano, como buen abogado que era, además de poseer un humor mordaz, solo atinó a exclamar “se salvó la Nacional”.
La fiesta continuó en medio de música napolitana, especialmente La Dona e mobile y Funiculi funicula, vivas a Giacomo por el milagro realizado, y jamás volví a ver tan contento a mi padre como aquel fin de año.
Obsesión
Era tarde, no había nadie en el taller con excepción del carpintero y su mujer, quien se hallaba lavando unas lentejas en la cocina. El invierno en el Pacífico era intenso aquella Navidad. La mujer de cabellos negros y largos, llevaba puesta con sobriedad una túnica azul de lana.
El hombre la observaba inquieto:
— ¿Y, bien? dijo Yusuf. ¿Qué has pensado?
—No, dijo Marién. No puedo hacerlo.
— ¿Quieres decir, que no lo deseas?
— Solo quiero decir que no puedo.
— ¡No quieres! No debes arreglarlo todo a tu manera.
—No arreglo las cosas como quiero. ¡Por Yavé que lo haría! ¡Entiende, por favor!
— ¡Te voy a quitar la inocencia!
— Por favor, no lo hagas.
— Lo voy a hacer. ¡Por Yavé que lo voy a hacer!
Ella lo miró con firmeza.
— No es mi culpa, es Yavé quien ha decidido, que la concepción del niño será por obra y gracia suya.
Sangre
Con sevicia metió el cuchillo al cuerpo desnudo, cortó cabeza y corazón, y sacó las vísceras. Miró con morbo por si faltaba un órgano más para extirparlo. Luego cogió el cuerpo inerme, lo expuso al fuego a temperatura de 150 grados centígrados, dejó pasar tres horas y exclamó a su mujer: “Ya está listo el pavo para la cena de Navidad”.
Oscuridad
Todo en tiniebla, llovía a cántaros, noche eterna del fin de año, no había luz, imperaba el terror, solo se escuchaban sus propios gritos. Decidieron clamar al Señor de las Alturas para que cambiara la situación. En la madrugada del primero de enero, apareció el mayordomo quien vivía en lo alto de la colina, prendió la planta eléctrica de la finca, y terminó el pánico.