Ahora cuando un temblor ha ladeado el monumento, recuerdo que no volví a esperarla a la salida del colegio, tampoco a caminar por las calles que ella frecuentaba ni pasar por la puerta de su casa.
Todo porque un día la madre de un compañero, quien trabajaba en la televisora, llegó al colegio con la buena nueva de una serie de televisión y deseaba que fuésemos los actores.
El entusiasmo del rector y del profe de historia llevaron al lugar de los hechos que no era otro que el monumento a los lanceros, en el Pantano de Vargas, en Paipa. Y, he aquí que mi desgracia fue comentarle a ella mi participación en la película.
Sería uno de los personajes principales, uno de los jinetes con lanza en mano, para derrotar a las fuerzas realistas.
Al mediodía caminaba la heladería del parque y le describía la escultura que el maestro había forjado. Y le anunciaba que el filme sería transmitido por la televisión.
El profesor de historia narraba la hazaña, de cómo el ejército, casi derrotado, había logrado dejar atrás el fracaso, cuando catorce lanceros avanzaron y salvaron la patria.
En la casa, mi mamá me hizo el atuendo de llanero, para el rodaje: un pantalón blanco arremangado hasta las rodillas, una camisa del mismo color, sombrero de paja y unas cotizas de fique.
Y, todo iba bien hasta el día de la filmación. En el sitio acordado para la reconstrucción de la batalla llegó el camión de la televisora.
Descendieron los camarógrafos con el equipo. Y la desgracia se hizo presente porque no llegaron los caballos… En lugar de ello bajaron palos con una cabeza de trapo que semejaba un rocín.
La vista se me nubló, el ánimo se me fue al suelo. Me negué a participar, pues me daba vergüenza ser jinete en un palo de escoba. En aquel momento el profesor se fue contra mí porque me había comprometido y no podía dar vuelta atrás…
Terminé cabalgando en el desaliento con una lanza de madera y en el colmo de la desgracia.
Mas lo único que no se pierde es la esperanza. Era posible que la película se rayó, que el camión de la televisora se estrellara, que el día y a la hora de la presentación se suspendiese el servicio de energía, que temblara…
O bien que yo cortara las cuerdas de electricidad del sector de la casa de ella para que no viera el rollo de mi desgracia. Pero nada de eso sucedió, ya que el día señalado y a la hora precisa en la pantalla del televisor la batalla del Pantano de Vargas se transmitió.
Y por más que le huí, que no volví asomarme al barrio donde ella habitaba, ni tampoco a esperarla a la salida del instituto, el día menos esperado, en una calle insospechada, la encontré. Me miro, siguió su camino y dijo:
-No me gustan los mocosos.