En Cúcuta creen que todos los atracos, las muertes y las desapariciones que vive a diario esta periférica ciudad son obra de los venezolanos. Si fuera por ellos se pondría un muro justo donde está el puente internacional Simón Bolívar. En este año cuando Maduro, por intentar controlar el acaparamiento que comerciantes residentes en Colombia hacen de los alimentos subvencionados por el chavismo, cerró la frontera, la delincuencia, el desempleo y el hambre fueron los fantasmas que se paseaban por las cada vez más desoladas calles cucuteñas en las últimas navidades, época en que el comercio de la ciudad estallaba, antes de 1983, por la invasión de venezolanos que venían, con bolívares en la mano, a arrasar con los supermercados y almacenes de ropa.
Claro que los necesitamos y la deuda que tenemos con ellos es enorme. Si el cucuteño en los ochenta y noventa pudo hacer realidad su pueblerino sueño de tener un carro fue gracias a las facilidades que se encontraba para adquirir uno en San Antonio o San Cristóbal. Si veíamos a Maradona hacer historia con el Nápoles fue porque Venezolana de Televisión transmitía sus partidos; si desde Bogotá venían los coleccionistas de música a comprar discos de Eddie Palmieri, John Coltrane o King Crisom en los años setenta, era porque se conseguían en San Antonio; si Cúcuta ha tenido alguna importancia es porque tenemos a Venezuela al lado.
Y ahora, de un momento a otro, movidos por el más obtuso de los patrioterismos, decimos que no la necesitamos. Somos ciudad de frontera y, para bien y para mal, nuestra economía y nuestra idiosincrasia depende de ese intercambio perenne que existe entre dos países vecinos. No hay que sonrojarnos: los cucuteños mayores de 30 nos sabemos de memoria el himno de Venezuela porque crecimos viendo Radio Caracas y Venevisión. Tenemos dichos, sabores, canciones que nadie más en Colombia conoce porque en el fondo somos más venecos que chibchas. Ahora los despreciamos, nos burlamos de ellos, como si nosotros, solo por tener un modelo neoliberal que ha convencido a los pobres de que algún día van a llegar a ser ricos, fuéramos mejores que los venezolanos.
Esa horda que volvió a revitalizar el moribundo comercio cucuteño
eran los ricos de San Cristóbal y Mérida que vinieron a buscar
lo que los especuladores colombianos acapararon durante meses
Las niñas prepago de Cúcuta, que cada vez son más y ocupan puestos importantísimos en bancos, empresas privadas y hasta en la alcaldía y la gobernación, van a Venezuela a hacerse las operaciones estéticas porque allá es más barato y sale mejor. Al cruzar la frontera con sus tetas relucientes y sus curvas nuevas, exhiben la xenofobia y el arribismo propio de una mujer adicta a las lipos. Esa empresita que es su cuerpo, también ha salido beneficiada con el chavismo.
No soy tan estúpido como para defender la abúlica y resentida revolución bolivariana. Hasta allá no me llega el mamertismo. Pero decir que esos 20 000 venezolanos que el domingo pasado cruzaron la frontera se estaban muriendo de hambre es un despropósito. Esa horda que volvió a revitalizar el moribundo comercio cucuteño eran los ricos de San Cristóbal, de Mérida, que venían a buscar las caraotas y las servilletas que los especuladores colombianos acapararon durante meses. Vean las fotos, la mayoría son blanquitos, rubios, bonitos, como son los ricos en Venezuela, como son los ricos en todas partes.
Bienvenidos siempre que quieran saltar el muro, los necesitamos y tenemos que decirlo, necesitamos a los venezolanos para no morirnos de hambre, ese es el orden natural de las cosas y sí, hay que crear industria, hay que ser autosuficientes, pero para serlo es mucho más fácil si se abre la frontera. Nosotros los cucuteños sabemos que Venezuela nos ha dado más que Colombia. A mí, por ejemplo, no me da pena reconocerlo.