Padura es el escritor más conocido de su generación. Nacido hace 61 años aún vive con sus papás en Mantilla, el mismo barrio de su infancia. Su personaje, Mario Conde, es el protagonista de Cuatro estaciones en La Habana, la serie de Netflix basada en cuatro de sus novelas más conocidas. La fama no lo ha alejado de Cuba a pesar de lo crítico que ha sido con el régimen de los Castro. El autor de El hombre que amaba a los perros es el invitado de lujo del Hey Festival 2017
Hola, ¿con Leonardo, por favor?
–¡Paduuuuraaaa! ¡Ehh, Padura, teléfonoooo!
La que grita es una señora de unos 70 años, pero grita como un barítono recién salido de la escuela de canto. Parece necesitar toda su fuerza vocal para atravesar las paredes: Padura debe estar del otro lado, en otra habitación, o atravesando un largo patio caribeño. Y de pronto aparece: saluda con aplomo, con inconfundible timbre cubano, el hombre que acaba de ganar el Premio Princesa de Asturias, uno de los escritores más leídos de la Cuba contemporánea, que escribe desde dentro de la isla y que nunca se fue. El tipo que se refugió en el policial y que desde ahí, en la voz de su personaje Mario Conde, entendió rápidamente que el policial es la herramienta más efectiva y en apariencia más inocente para abordar la realidad y pivotear sobre el tema de la ley. Pero Padura es también el narrador de El hombre que amaba a los perros, un libro de 600 páginas sobre el asesinato de Trotsky, que tiene parte de ficción y otra de crónica histórica, importante para Cuba, por el que le llegaron cartas de agradecimiento que le decían que al fin entendían algo muy importante sobre su propia historia: se trata de la historia del líder comunista más radical asesinado en México por orden de Stalin en 1940. La idea de una literatura nacional, tan discutidas en el siglo XXI, funciona todavía en el imaginario de este autor.
Vos fuiste el primer escritor de tu generación en ganar el Premio Nacional. ¿Lo pensás, quizás, como una reparación generacional?
–Yo me siento un escritor muy generacional en muchos sentidos. Cuando todo el grupo de escritores cercanos a mí empezamos, teníamos esa sensación de que éramos un grupo, una promoción diferente en la literatura cubana. Por otro lado, en mi literatura hay también una mirada muy generacional en relación a la política cubana. Es una generación que tiene características muy específicas: es la generación que nació dentro de la revolución, que maduró dentro de los años 70, un período muy complicado, un período más esperanzador en los 80 y que luego vivió la crisis tremenda de los 90. Que mi generación empiece a tener estos reconocimientos internacionales para mí significa mucho, y sé que muchos escritores lo sienten como algo grupal, al camino que hemos recorrido muchos. Además, este premio también hace visible a la literatura cubana, y eso hace falta, porque por el deficiente sistema de promoción institucional de Cuba, a veces da la impresión de que la literatura cubana se acabó con Guillermo Cabrera Infante y Severo Sarduy. Y un premio como éste vuelve a conectar a la literatura cubana con un circuito de lecturas internacionales.
–Imagino igual que el término “generación” se vuelve conflictivo e insuficiente en el sentido en que hay muchísimos escritores que han optado por el exilio. Incluso, durante años, hubo grandes divisiones y peleas entre los que se quedaron y los que se fueron.
–La mayoría de los escritores de mi generación que vive afuera empezaron la carrera aquí adentro, todos juntos, y hemos guardado un espíritu de hermandad muy fuerte. No ha habido una separación ni por la distancia geógrafica que hay entre nuestras casas ni por las ideas políticas muchas veces antagónicas que podamos tener. Al contrario. Escritores que viven ahora en España o en Estados Unidos o en Francia mantenemos una relación muy estrecha. En ese sentido, es muy distinta la situación ahora que antes. Generaciones anteriores se vieron demasiado marcadas por la disputa que mencionas, esa de estar adentro o estar afuera. Nosotros en la gran mayoría (siempre hay excepciones) hemos mantenido una unión muy fuerte, y ese es un cambio importante en la literatura cubana.
–Siempre decimos que el barroco y la prosa muy adjetivada es la lengua oficial de la literatura cubana. ¿Cuál es tu relación con esa tradición?
–Yo siempre he pensado que no soy un escritor especialmente barroco. Soy un admirador absoluto y un estudioso de la obra de Alejo Carpentier. Como novelista no admiro tanto a Lezama Lima o a Severo Sarduy, pero con Carpentier tengo mucha afinidad. Yo siempre me pienso más cerca de una narrativa como la estadounidense de entreguerras, por la construcción dramática y por un lenguaje más directo. Una cercanía con Hemingway, Salinger, Dos Passos, Updike, más recientemente Paul Auster. Pero mis traductores me dicen que mis libros se han ido haciendo cada vez más complejos, con trabajo más detenido de la adjetivación. En cierto modo me he ido barroquizando en los últimos diez o quince años.
–En Herejes y también en El hombre... se ve un gran trabajo de investigación. ¿Cuándo terminas de investigar?
–Uno no puede dejar de investigar hasta que no siente que puede insertar a unos personajes en un ambiente histórico determinado. Cuando siente que puede hacerlo, ahí tiene que detenerse, porque lo que va a escribir uno es una novela, no una investigación. En un libro como El hombre..., por ejemplo, era para mí importante dominar la biografía de Trotsky. Pero como no había casi biografía de Ramón Mercader, su asesino, ahí lo importante era dominar el contexto en el que se había formado Mercader, para insertar al personaje en el contexto.
–En Herejes se aborda algo no muy trabajado: el judaísmo en Cuba. ¿Cómo funciona socialmente el judaísmo en Cuba?
–A diferencia de otros países de Latinoamerica, como la Argentina, donde la comunidad judía es tan importante, en Cuba los judíos tuvieron una presencia que dura alrededor de cincuenta años. Comienzan a llegar después de la independencia (recuerda que eso ocurre a principios del siglo XX) y esa presencia se mantiene activa hasta el triunfo de la revolución, en 1959, cuando el ochenta por ciento de la comunidad emigra en dos o tres años porque temen que su forma de vida se pueda ver alterada en Cuba. Es un período muy reducido de la historia cubana en el que los judíos tienen un rol visible. Hay oleadas a principio de siglo. Luego oleadas sefaradíes que vienen huyendo de Turquía y de los Balcanes. Y hay una última oleada de centroeuropeos que viene huyendo de la guerra. Un acontecimiento como el que yo narro en el libro, como el del Transatlántico San Luis, que viene con 930 judíos y no los dejan desembarcar en Cuba por un manejo puro y duro de corrupción y de dependencia política del gobierno cubano con los Estados Unidos, es un acontecimiento raro, dentro del panorama de las relaciones cubanas con los emigrantes, que siempre fue buena. Es como una mancha negra en una relación que siempre fue muy abierta y muy dinámica al punto de que esos judíos que vivieron en Cuba durante ese medio siglo decían que habían encontrado en Cuba un paraíso terrenal. Por eso muchos de ellos, cuando se fueron a Miami, todavía hoy se siguen haciendo llamar judíos cubanos.
–¿En qué medida has seguido los procesos políticos latinoamericanos de la última década y qué te parecen?
–Bueno, personalmente, de todos esos procesos que por supuesto he seguido de cerca, el que más me ha atraído ha sido el de Brasil, pues creo que con todos los defectos y problemas que se le puedan achacar, el PT, con Lula y con Dilma Rousseff, han hecho por ese país, por sus trabajadores, mucho más que casi todos los presidentes anteriores. Y porque humanamente un personaje como Lula tiene toda mi admiración. Ultimamente, en mis viajes a Brasil hemos coincidido, hablado mucho y casi que somos amigos. O por lo menos nos respetamos: él a mí como escritor, yo a él como político.
–Sos al mismo tiempo un escritor global y un ciudadano cubano de toda la vida. Desde adentro, ¿cuáles son los elementos más criticables y los más ponderables de la Cuba de Castro?
–Ya he dicho que Cuba no es el infierno comunista del que habla la derecha retrógrada ni el paraíso socialista que quiere ver cierta izquierda acrítica. Cuba es algo así como un purgatorio, donde hay cosas buenas y malas, casi como en cualquier sociedad, aunque con características muy peculiares. Siempre se habla de los logros cubanos en la educación, la salud pública, la seguridad social, la cultura, el deporte, etc. O de la incapacidad cubana para lograr establecer un sistema económico eficiente, y todo eso es cierto. Pero como la economía decide sobre otros muchos aspectos de la sociedad, los logros que señalé se han visto afectados por la deficiente gestión productiva y económica que nos ha empobrecido, sobre todo desde que desapareció la subvención soviética que creó una especie de estado de bienestar de baja intensidad, pero real, aunque a la vez deformó la estructura económica de un país que se sostenía con esas subvenciones. Por eso, a estas alturas, se está tratando de “actualizar”, o sea, de hacer eficiente, el sistema económico cubano, que a duras penas avanza y que no es capaz de ofrecer las mismas posibilidades de desarrollo social a la población, de ahí que haya tantos que emigren o deseen hacerlo. Y están los temas más sensibles de los derechos humanos y civiles de los cuales tanto se habla, también a favor y en contra, pero que, a mi juicio, deben superar un estado de control y de pensamiento oficial único que hace casi imposible, o muy difícil, cualquier tipo de disidencia, incluso si no es política. Si el socialismo es esencialmente democrático, hay que asumir esa condición y ponerla en práctica sin reparos y sin temor, pues del debate y el desacuerdo pueden salir las soluciones e ideas más cercanas a una verdad consensuada.
–Encontraste un lugar poco frecuente: sos por momentos crítico de Cuba, pero escribís desde adentro y sos leído y premiado. ¿Cómo has ido construyendo ese espacio de autonomía?
–Para mí ha sido un largo proceso de trabajo, creación, crecimiento y evolución, de cierta forma muy normal, pero muy trabajado y en ocasiones traumático. Como cualquier cubano trabajé durante años vinculado a instituciones estatales, en mi caso como periodista. Mientras, iba haciendo mi literatura, en los ratos que podía dedicarle, los sábados y domingos. Pero vivía de mi salario. Cuando llegó la crisis de los años 90 el salario dejó de servir para casi nada (yo ganaba 350 pesos y un pollo valía 120), y en 1995 decidí que no valía la pena trabajar para ganar ese dinero y que me iba a dedicar a tiempo completo a lo que realmente quería hacer: escribir. Ya para entonces tenía varios libros publicados y una novela, Máscaras , a la que había enviado a un concurso en España, el que te mencionaba antes. Ese concurso fallaba en septiembre de 1995 y pasó el resto del año y no tuve noticias de quién había ganado, pero de todas formas mi decisión de hacerme independiente era irrevocable y el 31 de diciembre de 1995 dejé mi trabajo y me fui a mi casa. Para vivir hasta no se sabía cuándo teníamos 400 dólares que había ganado con una antología de cuentos cubanos que publiqué en México, pero… entonces me tocó el dedo de Dios, porque recibí la noticia de que había ganado el premio en España y eso significaba que recibiría dos millones de pesetas, unos 16 mil dólares ¡Una fortuna! Mi independencia empezó a hacerse entonces más sosegada y se consolidó cuando la editorial Tusquets me propuso editar esa novela. Ahí comencé una relación con esa editorial y dejé de depender de las editoriales cubanas.
–Eso te dio la independencia que hoy trabajás por sostener.
–Sí, claro, económica y literariamente me hice mucho más independiente, e intelectual y socialmente, he vivido con toda la independencia posible en un país como Cuba. Los espacios de libertad los he ido construyendo con mi trabajo, a veces a contracorriente, en ocasiones con reconocimientos oficiales, con la posibilidad de que todos mis libros hayan sido publicados también en Cuba y yo sea el autor que más veces ha ganado el Premio de la Crítica, pero en otras ocasiones con ciertos ataques y críticas por parte de los ortodoxos que no admiten que alguien no piense exactamente igual que ellos y, en otras, incluso, castigado con el silencio y hasta con marginaciones que llegan al absurdo, como ha ocurrido con la escasa o nula difusión de algunos de mis trabajos o premios, como ha sucedido ahora con el Princesa de Asturias, un reconocimiento que debería ser un orgullo para la literatura cubana, más para la literatura cubana que se hace en Cuba, y que ha sido recibido con la mayor frialdad oficial que te puedas imaginar. Pero pago sin rencor ese precio, porque es el que debe pagar alguien que practica su libertad. Por lo demás, lo importante es que hago lo que quiero, al menos en las cosas esenciales: vivo en Cuba, escribo en Cuba, y como escritor me alimento de la vida y la sociedad cubanas, y lo hago con una independencia relativa pero satisfactoria.
–Para ir cerrando. Cuando terminaste de escribir El hombre que amaba a los perros, ¿sentiste que acababas de escribir un libro diferente a los que habías hecho hasta ese momento?
–Yo tengo una sensación que me acompaña siempre que estoy terminando una novela, y es que estoy terminando una etapa de mi vida. A veces hasta empiezo a tener ideas un poco fatalistas, como si sintiera que terminando un libro me estoy muriendo. Es un proceso bastante agónico. En el caso de El hombre..., eso estuvo acompañado con una sensación de desgarramiento muy grande, porque no sólo hubo un esfuerzo literario y una investigación muy larga y muy complicada, sino porque es una historia muy visceral sobre lo que significó el destino de la gran utopía igualitaria del siglo XX. Es una novela con un final doloroso y que para mí, en lo personal, también resultaba doloroso.
Retomado: Revista Ñ - Clarín. 2013.