Diré, si me pregunta, que La Habana
es una terquedad de la marea,
un niño que ha entrenado a su albacea,
un árbol del pecado sin manzana.
Es donde un sabio quiere una fulana
y licenciadas aman panaderos;
un simulacro eterno de aguaceros
en confabulación con la ventana.
Allí no han jubilado a mi cartero
y hay un muro en el mar donde pregunta
el último en nacer por el primero.
Yo igual que ayer, mis ojos en La Punta,
diré que así es mi Habana, caballero:
un ancla de la piel, si me pregunta.
Llegué a La Habana en el convulsionado mes de agosto de 1994.
Las hordas de balseros, en una imagen imposible de olvidar, se lanzaban a las peligrosas agua del Caribe en precarias embarcaciones con diseños insospechados que incluían en sus estructuras desde neumáticos de tractores rusos hasta bañeras.
Yo no era más que un sorprendido estudiante de música que recibía un baño de realidad imposible de esquivar y que comenzaba apenas, a partir de experiencias e imágenes, a formarse lenta y progresivamente, algo parecido a un concepto personal sobre ese lugar único y surreal que es Cuba.
Si bien las concepciones que tengo sobre Cuba se han forjado en varios años de estudio en La Habana y en múltiples visitas posteriores, la última de ellas en el pasado año, cada vez que visito la isla regreso con la sensación de que su realidad es tan compleja y tan difícil de abarcar, que quienes se atreven (nos atrevemos) a opinar sobre ella a la distancia, corremos cada vez más el riesgo de ser solo relatores sesgados de apenas un pequeño retazo dentro del intrincado mosaico que la constituye.
Una cosa sí me quedó clara desde ese lejano agosto del 94. Una certeza que se ha fortalecido con cada viaje a Cuba: ni es el infierno de opresión y miseria que dibujan desde Miami los nostálgicos de esa Habana-Colonia de la década de los 50, ni es el paraíso romántico de la igualdad y el humanismo que defienden con grafitis y capuchas algunos trasnochados estudiantes universitarios.
Vi y viví en Cuba la repulsiva presencia de una élite burocrática que habla de igualdad mientras disfruta de sus privilegios.
Vi y viví en Cuba la asfixiante vigilancia de los entes de seguridad del Estado.
Vi y viví, también, la sorpresa diaria de unos medios de comunicación que no son más que anquilosados medios de propaganda.
Pero también vi y también viví, montones de veces, las más hermosas muestras de solidaridad humana, el concepto real de colectivo andante, la sorpresa diaria de una sociedad educada y culta, la maravillosa inexistencia del concepto de moda y la insospechada sensación de la seguridad cotidiana, desconocida por la inmensa mayoría de los colombianos de mi generación.
Hoy miro a la distancia, con expectativa, sorpresa y no poca alegría, los cambios que comienzan a ocurrir en Cuba. Y no puedo dejar de hacerme la pregunta que me he hecho de forma repetida durante los últimos 20 años: ¿cuál es el verdadero papel que ha cumplido el bloqueo económico de los Estados Unidos en las difíciles condiciones a las que se ha visto expuesto el pueblo cubano en las últimas décadas?
Sí. Está claro. Para el discurso oficial, la causa de todos los males es la fatídica combinación entre ese bloqueo y la desaparición del bloque socialista luego de la caída del muro de Berlín.
Sin embargo —y es esa la percepción nada autorizada del simple observador que soy— esa desafortunada condición de país bloqueado, cierta e innegable, ha servido en no pocos momentos para ocultar algunas perversiones del sistema de carácter exclusivamente local, nacidas de la estructura misma de la revolución y no por eso menos ciertas o menos asfixiantes. Perversiones que minan, todas ellas, el bienestar diario de los cubanos residentes en la isla y que serían susceptibles de ser corregidas si existiera un nivel mínimo de autocrítica y si todas las explicaciones oficiales no derivaran de manera exclusivade la condición de país víctima.
Hablo de situaciones como el cáncer de la burocracia, la imposición monolítica de la ortodoxia, la inexistencia de espacios de crítica o el estímulo casi nulo al esfuerzo individual.
Aún no se levanta el bloqueo de Estados Unidos a Cuba pero la reapertura de embajadas, ese hecho que por décadas parecía en absoluto imposible, solo es muestra de que ha comenzado a andar, ahora con un ritmo irreversible, la maquinaria del cambio.
Tal vez tarde un poco, pero el levantamiento del bloqueo está a la vuelta misma de la esquina. Ese será, no lo dudo, el momento más crítico para la dirigencia cubana: una vez se levanten las sanciones, desaparecerá el homúnculo al cual adjudicarle la totalidad de las culpas y se verán desnudas cada una de las fallas acumuladas por el sistema durante estas décadas.
Por mi parte, desde el amor profundo que siento por el pueblo cubano, sea cual sea el camino que emprendan, deseo de corazón que sea uno que los conduzca a conquistar los segmentos de autonomía y libertad que han perdido en los últimos años, pero sin resignar las fabulosas cuotas de humanidad y solidez social que han construido desde la austeridad y la solidaridad.