Una de los grandes desafíos que deben combatir los narcotraficantes es el aburrimiento. En una casa en Medellín languidecía de tristeza y preocupación el 1 de diciembre de 1993 Pablo Escobar. En su cumpleaños sólo una prima y su último guardaespaldas, soplaban las velas de su cumpleaños número 44. Sus hijos, Juan Pablo y Manuela, y su esposa, acababan de ser devueltos de Frankfurt. Estaban a merced de los ataques de los Pepes, que decapitaban todo lo que llevara su nombre. Quería estar con los que más quería. Por eso, al otro día, se excedió con la duración de una llamada a su hijo y el Bloque de Búsqueda por fin lo encontró. Murió mal vestido, gordo y barbudo en un tejado en Medellín como si fuera un matón cualquiera. En parte lo mismo le pasó al Chapo. En las montañas de Sinaloa, inaccesible a la DEA, a radares, cubierto por un paisaje que sus hombres controlaban a plenitud, el Chapo tenía que viajar a las ciudades, mandar cerrar restaurantes y discotecas, para salir con las reinas que tanto disfrutaba.
El cronista más brillante del New Yorker, Patrick Radden Keefe, quien desnudó a la poderosa familia Sackler, y su indolencia ante la muerte de 500.000 norteamericanos que se volvieron adictos a la droga que su farmacéutica creó, el Oxicontin, regresa con un compilado de perfiles sobre las personas más malvadas del mundo. El Chapo está entre ellos. En el prólogo el periodista cuenta que después de hacer uno de los más descarnados perfiles sobre el jefe del Cartel de Sinaloa, en donde revelaba algo tan poco varonil como su adicción al viagra –se tomaba cuatro pepas al día en sus fiestas imparables- lo llamó el abogado del Capo. Creía que era una amenaza soterrada. Pero no, a Guzmán no le importaba la revelación del Viagra, lo que buscaba es que él fuera el escritor fantasma de su autobiografía. Le ofrecían dos millones de dólares.
La primera vez que lo atraparon fue por un descuido en su seguridad. La rumba en Mazatlan lo llamaba. No pudo contener sus pasos. La DEA le cayó en una de sus casas, en plena ciudad. Lo hubieran atrapado inmediatamente si una puerta de acero no hubiera detenido a los que lo buscaban. Alcanzó a escaparse por un túnel que había mandado a construir justo en el lugar donde estaba la tina de su baño principal. Diez minutos demoraron los hombres de la DEA en derribar su puerta. Ese tiempo lo aprovechó para escapar. Pero, los gringos lo siguieron a través de sus radares y no tardaron en encontraron entre el estercolero de las cañerías. Duró un año preso y luego, en el 2015, volvió a escaparse. Pero en el 2016 su obsesión por Kate del Castillo le costó su última y definitiva captura. Cuando lo encontraron le descubrieron cuatro cajas de viagra y seis inyecciones de testosterona. Soñaba con tener a la Reina del Sur, pero ella, a su vez, sólo tenía ojos para su amor platónico y acompañante, Sean Penn.
Maleantes no solo se queda en la historia del Chapo. Patrick Radden Keefe aborda a otros delincuentes como el más afamado y rico de los falsificadores de vino, un sirio que le vendía armas a las Farc y a la abogada que defiende a las peores personas del mundo, los que están condenados a muerte. Maleantes, publicado por Penguim Random House, es un libro imprescindible para entender el buen momento que pasa la crónica norteamericana.