El 7 de agosto pasado se cerró un ciclo político que duró veinte años. Estuvo marcado por el autoritarismo, la tecnocracia, el liberalismo económico, el conflicto armado y la inequidad social. Con aciertos y equivocaciones, casi siempre de buena fe, de la cual está empedrado el camino del infierno. Se recuperó el control territorial casi perdido en las tres cuartas partes del país, se firmó un acuerdo de paz prolijo y difícil de cumplir, no se hizo el esfuerzo necesario para ello, se disminuyó la pobreza absoluta y multifuncional, se concentró el ingreso, se aumentaron los impuestos a las personas y se disminuyeron al capital, se multiplicaron los subsidios a los más pobres y a los más ricos, crecieron hasta salirse de control las economías ilegales, se multiplicó la corrupción, y se fue cocinando a fuego lento una gran insatisfacción social producto del desgaste político generado por ese variopinto cóctel.
Así que no es sorprendente que finalmente la oposición política haya llegado al poder. Es el precio que pagan los partidos en el gobierno cuando la gente deja de apoyarlos. Tanto hace veinte años como ahora, el cambio político se produjo por razones de peso en la conducción del país. Así que no cabe esperar que ese nuevo rumbo sea corregido otra vez en cuatro años. En los regímenes presidenciales consolidados, Estados Unidos y Francia (semipresidencial), con períodos de 4 y 5 años, respectivamente, hay reelección, lo cual da ocho y diez años, que ya es demasiado. En América Latina, acabado el período de las dictaduras, que no necesitaban elecciones, le siguió otro donde el mandatario de turno si lo deseaba L tenía el margen político para hacerlo se reelegía indefinidamente, sin vergüenza. Se cambiaba un articulito de la Constitución y ya. Nicolás Maduro, en Venezuela; Rafael Correa, en Ecuador; Evo Morales, en Bolivia; Daniel Ortega, en Nicaragua; Álvaro Uribe en Colombia (cuya segunda reelección aprobó el Congreso y tumbó la Corte Constitucional). Fue algo que esperamos haya pasado de moda, como los sombreros.
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La visión de una nueva sociedad más igualitaria y en paz consigo misma del gobierno de Gustavo Petro, va a tomar tiempo. Ojalá resulte
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Así que hoy en día el punto no es la reelección, si no el hecho político de que un partido de gobierno y sus aliados, puedan generar una agenda de cambio que supere un periodo presidencial. Que pueda elegir un sucesor que dé continuidad a un trabajo que la gente perciba como exitoso. El gobierno de Gustavo Petro, recién inaugurado, propone unos cambios en la estructura misma del poder y de la economía, que no podrán ser todos a la vez ni todos para ya. Es la visión de una nueva sociedad más igualitaria y en paz consigo misma, que va a tomar tiempo. Ojalá resulte.
Cuando el Instituto Crok de la Universidad de Notre Dame, que no es una universidad libertaria parisina sino una universidad norteamericana, privada, católica, afiliada a la congregación de la Santa Cruz, evaluó el proceso de paz de La Habana, dijo que estaba muy bien hecho, mejor que muchos otros que había evaluado, pero que era tan complejo que sus resultados no se podrían obtener antes de 16 años. Así sucede con las grandes transformaciones. Hay que trabajar duro, con tiempo y con constancia para volverlas realidad. Algo que entusiasma es que la agenda del Pacto Histórico, que será debatida y ajustada por sus aliados en el Congreso, tiene muchos puntos de contacto con lo acordado en La Habana y con las recomendaciones del Instituto Crok, sobre todo en el tema de la paz en el campo y el desarrollo agropecuario.
No deja de ser divertido conocer las angustias de la oposición, reducida al Centro Democrático (y a la revista Semana), pero amplificada hasta la extravagancia por los medios de comunicación y las redes sociales, sobre la posibilidad de que Gustavo Petro cabalgando en su popularidad quiera reelegirse, o se convierta en un presidente autoritario, o decida hacerles la vida imposible a sus opositores, o interfiera ilegalmente en otras ramas del poder público. ¡Vivir para ver!
Ahora bien, la oposición está en su sagrado derecho a oponerse a todo lo que al nuevo gobierno se le ocurra. No parece ser, sin embargo, la posición del expresidente Álvaro Uribe, que anuncia una oposición constructiva, pero que tiene entre sus seguidores personas más papistas que el Papa. Él conoce como el que más la política y sabe que lo que sucedió no es asunto que se despache en cuatro años. El nuevo presidente anuncia que no tiene intención de reelegirse y que su guía para desarrollar su agenda será la Constitución garantista de 1991, que no lo permite, así que pasen veinte años, con otros liderazgos, desarrollando lo que ha propuesto.