Preparaba mi primer café de la mañana cuando entró una llamada. Al parecer el decano de mi facultad me había referenciado para dar una opinión desde la “academia” sobre cómo se vive la cuarentena en las distintas “clases sociales”. El ejercicio radial consistía en revisar, desde distintos actores, cómo viven la cuarentena los habitantes de los estratos 1, 2 y 3, por una parte, y, por otra parte, cómo la viven los de estratos 4,5 y 6. Rápidamente me apresuré a organizar y anotar varias ideas, grabar el mensaje (no más de 40 segundos) y enviarlo. Luego, sintonicé la emisora y con alta expectativa me senté a escucharla.
El ejercicio inició con la entrevista a una ejecutiva quien comentaba que ha seguido rigurosamente desde su apartamento la cuarentena: dijo que cuenta con las provisiones suficientes para estos días y que si requiere algo más, lo pide por domicilios, los cuales recibe con la precaución del caso. Luego, al otro extremo de la ciudad, exactamente en Bosa, entrevistaron a un taxista: él conduce un carro alquilado, pero, por orden del dueño, tuvo que parar durante la contingencia, como alternativa económica él y su familia se convirtieron en vendedores de frutas y verduras puerta a puerta en su barrio. Espero que también lo haga con las precauciones del caso.
Después de las dos entrevistas, presentaron otras intervenciones cortas; al parecer no transmitieron mi mensaje, al menos no durante el poco tiempo que estuve escuchando, dado que en un acto no sé si de lucidez o cobardía me levanté y apagué la radio como sin con ese gesto se pudiera eliminar el mensaje que ya había sido enviado a la emisora. Debo decir que afortunadamente no lo hicieron, me evitaron la vergüenza de pasar del anonimato al desprestigio en 40 segundos. Mi respuesta era la de una economista políticamente correcta, optimista a un nivel casi cristiano (en el buen sentido de la palabra); una respuesta construida después de escuchar a los verdaderos expertos de la materia y con una mirada seudocrítica desde mi realidad.
Sin embargo, ese impase de la mañana tuvo algo positivo y fue ponerme a reflexionar con mayor detenimiento no solo cómo se vive en los estratos sociales de Bogotá —contando con los beneficiarios que realmente no necesitan los subsidios de los estratos 1, 2 y 3, y la pobreza oculta en los estratos 4,5 y 6—, sino cómo viven las personas que realmente tienen dinero en Colombia, esos que pasan su cuarentena en sus apartamentos de Nueva York, Londres, París, o sus chalets en Madrid y mansiones en Miami, y así sucesivamente. Por supuesto, pienso también en los del otro costado, los que se ubican en las periferias de las urbes donde no alcanzan a ser clasificados por estrato o los que deambulan por las calles de esta ciudad, que por estos días está más fría que nunca, sin comida ni techo y a quienes también le dicen las autoridades por favor no salgan de su cambuche.
Soy profesora universitaria, economista y con una maestría en gobernanza y derechos humanos, la cual pagué con un crédito del Icetex (que no da espera) y cuya solicitud de convalidación ante el MEN tiene más de un año y medio sin resolver (esa sí que da espera). Gracias al teletrabajo, los recursos virtuales y la paciencia de mis estudiantes y colegas, trabajo desde casa, y por ello, devengo un salario digno; lo necesario para cubrir deudas y vivir con lo básico, claro está, mientras haya contrato. Hoy completo 3 semanas de aislamiento en un acto, no de inteligencia (como lo quieren llamar ahora), sino de sentido común; casi de instinto de supervivencia.
Vivo en estrato 2 en un barrio de Suba. Como muchos de nosotros, a diario veo de frente a la pobreza, las desigualdades e injusticias. Vivo bajo la incertidumbre y la zozobra de la inseguridad, esa que lleva tanto tiempo en las zonas de conflicto. Escucho cómo se ejercen todos los tipos de violencia, cómo se ha incrementado la violencia doméstica, intrafamiliar y sexual contra niños, niñas y mujeres. Soy testigo de la barbarie humana... como dijo Van Gogh: la miseria no acabará nunca. Eso sí que causa angustia.
Con todo esto, mi mirada no es optimista, pero sí esperanzadora. Creo que los cambios que se están gestando ahora mismo deben ser en buena medida para ajustar esta sociedad global; para eliminar las brechas socioeconómicas tan absurdas como las que ahora vivimos y controlar los impactos ambientales que generamos. Este virus nos ha demostrado que no conoce de clases sociales, fronteras, edades, razas o preferencias sexuales. Aunque “sea mejor tener plata a no tenerla”, también nos está demostrando que debemos volver a lo esencial: comida en la mesa, techo bajo el cual dormir, ropa cómoda y herramientas de comunicación básicas. Ahora estamos más que seguros que es fundamental garantizar desde el Estado los derechos humanos: salud para todos, educación de calidad (investigación, ciencia y tecnología), vivienda digna, seguridad alimentaria (garantías para nuestros campesinos), etc.
Espero que los empresarios e industriales puedan recibir el apalancamiento financiero suficiente para equilibrar los salarios y pagar la nómina a sus empleados; que ellos a su vez puedan cumplir con el pago de sus créditos hipotecarios y así mismo mantengan el consumo responsable; ojalá compren a los pequeños y medianos comerciantes, para que también ellos puedan pagar sus arriendos y mantener a sus familias. Espero que se pueda redignificar el papel fundamental de los campesinos como proveedores de alimentos en la ciudad, lo cual parte de mantener comercio justo con ellos: regulación de mercado y precios, garantizar vías y medios de transporte, insumos agroecológicos, resguardo de semillas nativas y, por supuesto, la conservación de sus territorios y fuentes hídricas como los páramos.
Finalmente, mi mayor esperanza la pongo, con algo de escepticismo, sobre la sociedad civil; esa que debería legitimar día a día no solo su derecho a la ciudadanía, sino el deber de ejercerla. Considero que el tejido social se debe fortalecer desde la corresponsabilidad, el respeto por la vida del otro y sobre los lazos de la solidaridad. Debemos profundizar las acciones de apoyo y cooperación entre ciudadanos, con las empresas (grandes y pequeñas) y el respeto a las medidas más coherentes para contrarrestar el impacto de esta crisis. Seguir la premisa de la fraternidad: si necesitas ayuda, pídela; si puedes ayudar, no dudes en hacerlo.
Posdata. Es preferible pasar del anonimato al desprestigio en una columna, que no por cuarenta segundos en radio.