“Doctor, doctor, se le quedaron las placentas adentro” gritaba María, la portera del hospital, cuando llegaba a la casa hacia las dos o tres de la madrugada al otro lado del pueblo. Claro, la enfermera estaba capacitada para un parto natural —y algo más—, pero ciertas condiciones requerían la presencia del médico rural. Era a la vez un llamado que angustiaba y al mismo tiempo daba la paz del ejercicio profesional en acción. Época en que la anestesia brillaba por su ausencia, mientras que la firmeza del personal la suplía con creces.
Seis años antes, el ingreso al hospital universitario —que por coincidencia había ayudado a fundar mi bisabuelo— había sido el inicio de un sueño, hecho realidad, pero que aún hoy continúa vigente “como el primer día”, tal como dice la canción que creo es de Alberto Cortez. Creo firmemente en la honestidad del ejercicio de la gran mayoría de médicos actuales, tal como fue el ejemplo de nuestros profesores. Estrictos ellos con nosotros los aprendices, bondadosos con el campesino y el mendigo acostados en aquellos pabellones sin fin y sin divisiones, ejerciendo la misma medicina que en las tardes dedicaban a selecta clientela particular. No estoy en la docencia ya, pero espero que esto continúe hoy en día. La medicina ha mantenido su espíritu intacto, aunque haya velos que la cubran.
La primera sutura de estudiante produce una emoción intensa de alegría y algo más que escapa a las palabras. Es la misma emoción que ahora siento en cada nuevo paciente. La emoción con que se ejerce el arte de la medicina no puede haber variado desde los fenicios, pasando por Hipócrates, Galeno o Juan Ruiz Mora, quien sin conocerme por familia ejerció de papá en mi carrera. Esa emoción está presente en los nuevos médicos, muchas veces también cubierta por el velo de lo administrativo.
La gratitud que se conoce años después de haber atendido a alguien, tiene el mismo grado de impacto que el dolor que produce encontrarse con un error cometido. Dos caras de un mismo ejercicio profesional, inseparables. No son frases de cajón, ambas nos hacen crecer.
A veces la vida nos privilegia, como cuando nos puso el primer día que abrió sus puertas el CNR-Teletón y pudimos diseñar el modelo de atención de las personas con discapacidad; o diseñar el primer programa de rehabilitación sexual para ellos. Abrir camino es un honor que la vida nos hace. Existen y existirán quienes abren camino en técnicas, cientificismo, humanismo. Más que un derecho es un deber.
Sentir que todavía, a pesar de los cambios externos, la persona enferma es un alma que nos busca, un compañero de existencia que nos necesita tanto como nosotros a él (sin él —el paciente— no tendríamos objeto de ser), sentir eso es lo que anima a levantarnos cada mañana, y lo será hasta —ojalá— el día final.
La vida está hecha de pequeños momentos —en ocasiones grandiosos— pero son los cotidianos los que nos dan el disfrute de “ser”. Esos momentos estoy seguro no se han perdido en la relación médico-paciente. Existen, solo solicito que sean los que más hablamos, publicamos, difundimos y así creamos el modelo de medicina que merecemos, médico y paciente. Así valen la pena cuarenta y más años.
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