Cuánto vale la democracia

Cuánto vale la democracia

Aunque la corrupción es preocupante, la verdadera trampa consiste en acuñar en moneda de cambio el valor esencial que representa la democracia

Por: Mauricio René Pichot Elles
marzo 09, 2018
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Cuánto vale la democracia

El gobierno Gaviria solía aliviar las crisis con una fórmula de sanación política: “Los males de la democracia se curan con más democracia”. La idea, aunque cierta, pudo llamarnos a engaños, pues trataba de definir el momento político que dio a luz la actual Constitución y elevaba las nuevas banderas del Estado Social de Derecho.

Si aceptamos que los mecanismos de participación aumentaron, y contrario a estos propósitos democráticos los males de la nación se han agudizado, podríamos preguntarnos qué corroe la Constitución que se anuncia en nombre del pueblo, e invoca la protección de Dios, pero nos mantiene en medio del fuego. Aquella frase inauguró el marketing de Estado en Colombia, aplicado a nivel global, al significar que toda expresión que exhiba las bondades de la libertad puede ayudar a vender al mejor postor la propia democracia.

Era el mismo momento en que abríamos las puertas a la globalización, con la que se anunciaban los descuentos al consumo que ofrecía la liberalidad de la economía sin fronteras. Lo cual daba lugar al principal equívoco, porque mientras a los nacionales les redactaban la Constitución como si rezaran un rosario de salvación, el trato con los poderes externos evidenciaba que el territorio nacional se abría como una nueva tienda de productos de los dueños del mercado mundial.

El pregón político vendía la nueva realidad económica. El gobierno le anunciaba al país la llegada al futuro cuando aún se contradecía entre anquilosadas estructuras agrarias, basadas en el valor improductivo de la propiedad latifundista, y al lado de los viejos terratenientes, décadas atrás, había sido creada y criada como hija menor una pequeña industria, mecida en la cuna de un mercado protegido.

La sociedad colombiana, tejida de manera artesanal de las costumbres de antaño, ya venía siendo asaltada en su buena fe por las fuerzas del contrabando y el narcotráfico, lo que nos empujó prematuros al consumo del éxtasis de la vida moderna. Ningún estamento se puso a salvo de las tentaciones; hasta la sal que alimentaba las luchas sociales fue corrompida. Para el momento en que adoptamos la globalización resultaba demasiado atractivo hacernos de manera legal y cotidiana a los lujos que apenas nos dejaban ver estos fenómenos.

Cada estado de cosas refleja con exactitud sus costumbres políticas. Desde que nos constituimos como República no ha existido un proyecto común de nación. Los privilegios de sangre de la Corona española fueron trasfundidos a sus hijos criollos hechos libres, quienes instauraron en el naciente Estado su tipo de propiedad real sin limitaciones, heredada de aquellos que robando los milagros de Dios echaron cerca al horizonte y como en un cuento de hadas convirtieron en labriegos a quienes estaban dentro de sus tierras.

El ideal con que nació la vieja democracia griega, rodeada de esclavos pero incuestionable en su propósito esencial, choca en el Estado moderno con los mecanismos prácticos de su aplicación, pues abre la pregunta sobre quiénes representan las instituciones públicas y cómo se financia cualquiera de sus formas indirectas de gobierno.

La política en Colombia, dado que el Estado su fundó sobre una base desigual, se centra en un juego electoral, elaborado en reuniones sociales en la casa de los partidos políticos, en el que se baraja, una vez se hacen las apuestas, la manera de ganar privilegios a costa de la ruina de quienes están fuera del círculo. Por eso Jorge Eliécer Gaitán distinguía entre un país político y un país nacional; corresponde al primero quienes casan sus apuestas, y al segundo, el contingente de abstencionistas que no se arriman a la mesa por no tener dinero, lo que les significa no tener partido.

La Constitución del 91 en nada cambió el núcleo del conflicto social, cual es la consagración de una propiedad sin ideales de Nación. Se relaciona con un Estado que funciona al debe, ya que paga por anticipado a la clase política lo que invierte en sus intereses. Salvo haber anunciado la inauguración del futuro al traer a nuestra aldea la globalización, nos retrotrajo al estado puro de la Colonia, una vez arrasó la pequeña industria nacional, pues, al día de hoy, en medio de la invocación de Santos se concesionan a empresas extranjeras la explotación de nuestros recursos naturales y la prestación de los servicios que nos promete.

Cada tanto, los gobiernos anuncian la cura de nuestros males, y con efecto placebo nos invitan a rezar en las urnas un rosario de derechos que después cobran a precio de penitencia. La corrupción que nos azota, que devora el erario y amenaza ruina a nuestras instituciones, es la manera tramposa de rapar en la casa de las apuestas, pero la verdadera trampa consiste en acuñar en moneda de cambio el valor esencial que representa la democracia.

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