Qué pensaría el lector de esta nota si a la hora de tener que enfrentar un procedimiento médico de alta complejidad —digamos una cirugía de corazón abierto— se enterara de que el cirujano que le intervendrá no tiene título ni siquiera de médico general y mucho menos de especialista, que su única experiencia médica fue que en el bachillerato jugó a los enfermeros por dos días y que la mayor parte de su vida laboral la ha pasado en medio de la banalidad de las redes sociales.
Sin duda alguna, nadie sensato se pondría en manos de este “cirujano”.
Cambiemos de ejemplo. ¿Qué pensaría el lector si repentinamente nombraran general de división a un fulano cuya única “experiencia militar” fue haber jugado en el colegio a los soldaditos de plomo durante dos días y que el resto de su “experiencia” ha sido escribir tuits?
En ambos casos estaríamos frente a claras aberraciones y muy seguramente —si se tiene en cuenta la responsabilidad del cirujano o del general— no se permitiría que personas sin experiencia ocuparan estos cargos.
¿Entonces por qué en el servicio exterior de Colombia si se permiten estas aberraciones?
Hay una malsana tendencia en el país a usar el servicio exterior como un botín político o como el premio para consentir amigos. Con la excusa de “es que tiene don de gentes” hemos nombrado a actores de reconocidos comerciales de caldo de gallina. El listado implica actores y actrices que en la vida supieron el significado de la palabra “diplomacia”, excongresistas que abiertamente decían que tenían que robar porque el sueldito no les alcanzaba, gente con extraños laboratorios en sus fincas, personas que no hablaban ni siquiera inglés y les tocaba ir con el traductor hasta al baño y en general a una variada fauna del jet set criollo que no clasificaría ni para la revista más mediocre de moda y vanidad.
Hay que aclarar que la tendencia es vieja y de muchos gobiernos independiente de si son de izquierda o derecha. Casi que es estructural, lo cual viene muy bien a este escrito sobre diplomacia. El concepto de interés nacional es fundamental a la hora de entender el comportamiento internacional de los Estados. Algunas de las características de este, es que sea estructural, superior a ideologías y duradero. Y adivinen… lo único que parece cumplir con esas condiciones, es la corrupción en nuestro servicio exterior. Por lo tanto, jugando irónicamente con las definiciones, pareciera que nuestro interés nacional es la corrupción y la ineptitud diplomática y estratégica.
Este debate está vigente por el nombramiento de Álvaro Ninco, cuya hoja de vida sugiere que ni siquiera tiene título de pregrado —mucho menos algún posgrado— y que la experiencia para ser diplomático la obtuvo jugando a la ONU en el colegio durante dos días o en algún seminario universitario de menos de una semana.
Absolutamente aberrante y perjudicial a los intereses estratégicos de Colombia.
La pregunta de fondo es: ¿qué nos lleva como sociedad a proponer y aceptar estas situaciones? Creo que la respuesta es compleja.
Parte del problema arranca en que todo el mundo se cree politólogo o internacionalista. Estoy seguro que muchos de mis colegas —jóvenes o viejos— se sienten incómodos —al igual que yo— cuando en reuniones familiares sale la tía más viejita a arreglar el país o el tío más pocholero a proponer estrategias de dominación global.
Resulta frustrante que mientras muchos de nosotros tardamos un semestre entero para entender el significado del concepto de “Estado” o “poder”, en el asado familiar mandan al carajo a Dahl, Foucault, Spinoza o Weber y lo que realmente importa es la “practicidad” del enfoque del que tiene la tapa de la olla en su mano y está avivando el carbón del asado.
En lo personal debo mencionar que hace algunos años una universidad bogotana puso de jurado de mi proyecto doctoral sobre Medio Oriente a un tegua que se sentía autoridad en el tema porque había estado de vacaciones en Marruecos durante una semana, junto a otro jumento que juraba que sabía más de la región que el mismísimo Lawrence de Arabia solo por el hecho de haber escrito alguna vez una nota sobre el tema en un blog.
Así las cosas, existe un manoseo y una devaluación insoportable del quehacer del politólogo y del internacionalista y esto está tan enquistado en nuestra sociedad que no es de extrañar que se nombre de embajador a alguien cuya experiencia fue la de jugar a ser diplomático en el colegio.
¿En dónde quedan los intereses estratégicos del país en manos de analfabetas diplomáticos? ¿En dónde queda la carrera diplomática? ¿En dónde queda el esfuerzo de quienes hemos estudiado el tema, bien sea los funcionarios profesionales del ministerio o académicos?
Si bien es cierto que posiblemente todas las plazas diplomáticas no alcancen a ser cubiertas con la planta profesional del ministerio, también es cierto que estas se pueden llenar con personas realmente expertas en las relaciones internacionales y el quehacer diplomático y no con esperpentos como los que tristemente nos tienen acostumbrados. Ojalá que en el futuro podamos contar, para bien del país, con una verdadera orientación estratégica en este punto y el servicio exterior deje de ser el regalo para que algún analfabeta vaya a turistear y a ganarse un super sueldo