Santiago Mosquera Marmolejo, un veinteañero payanés, habría contratado a un sicario para quitar del medio a la persona que le impedía materializar un anhelo obsesivo: un fabuloso vehículo de alta gama. El plan era hacerse con la propiedad de un inmueble, luego venderla y con el dinero comprarse el coche que lo catapultaría a la estratosfera de sus círculos sociales. Hasta allí todo parece "normal", al menos en esta sociedad perdida en la que puede parecernos de alguna manera normal: un homicidio premeditado con fines económicos. Punto. Pasa todos los días en un país sin valores ni sensiblerías. Sin embargo, este caso sucedido en la propia capital del Cauca tiene otros elementos agravantes que ya lo ubican en el escenario de lo repugnante: el inmueble era propiedad familiar y el estorbo su propio padre.
Una vez sembrada la idea diabólica en una mente inmadura, lo demás fue organizar el teatrillo para que el homicidio de su padre pasara como un simple caso de sicariato, como tantos que ocurren hoy en la otrora apacible y mojigata Popayán. Al fin y al cabo, por un millón de pesos, la cifra que habría pagado Santiago para quitarse del camino a su progenitor, hoy se consigue un individuo con la suficiente temeridad para disparar contra otro ser humano con el que no tiene ningún vínculo, ni negativo ni positivo. Nada. Y seguro habrá algún o algunos seres envilecidos que lo hagan por menos. Sin preguntar nada diferente a su aspecto físico o la localización y la hora exactas para determinar su destino.
El hombre, que seguro hizo todo lo que estuvo en sus manos para darle un bienestar a este sujeto, desde que era un niño, que se alegró con sus primeros balbuceos, no sospechaba ni por asomo que la cita a la que se dirigía con ese mismo hijo, era la cita con su propia muerte. Se llamaba Jair Mosquera Zúñiga, tenía 54 años de edad, y durante su vida le había dado varias glorias al deporte caucano. El desenlace de esta historia terrible ocurrió en el barrio Bella Vista, al norte de Popayán. Antes, había sido contactado por un hombre para observar una vivienda que tenía para la venta. En compañía de su hijo salieron de su residencia en el barrio La Esmeralda y se dirigieron al sitio acordado. Puntual al encuentro el supuesto comprador de la casa apareció y sin mediar palabra le disparó en varias ocasiones. Jair murió en el sitio.
Pero la historia no acabaría ahí. Los investigadores con mucha pericia y perspicacia sospecharon que algo olía mal en aquel asunto, tiraron de los hilos sueltos, empezando por el hecho de que milagrosamente el joven estaba ileso, y finalmente pudieron establecer que Santiago habría ordenado el crimen de su padre. Fue capturado y ahora está en la Cárcel de San Isidro.
¿Por qué? Siempre se acaba preguntando uno. Dónde se quebró todo. Hubo algún momento en la vida de Sebastián en que se perdió el rumbo, algo pasó, en algo fallaron sus padres o en algo falló la sociedad en su conjunto. En algún instante cedieron los reparos morales, éticos o naturales que impedían que la idea de matar a su padre se considerara algo normal, necesario, aceptable. Hubo un momento en que llegó a la conclusión de que la vida de su padre tenía menos valor que la posibilidad de conducir un vehículo deslumbrante. En esas horas, minutos o segundos se abrió la puerta oscura y se perdió él, la víctima y la humanidad entera.