Y tú qué vas a ser cuando seas grande. Al graduarme del colegio, esa fue la frase con la que abrí la carta de despedida con la que cerraba un capítulo de mi vida y daba inicio a una etapa que, para ser sincera, no ha sido más que un gran interrogante, intentando responder a esa misma pregunta que, a pesar del tiempo, sigue estando ahí. Recuerdo que escribí, buscando dejar algo significativo a aquellas personas con las que hasta entonces había compartido, que quizás la pregunta más relevante no era ¿qué vas a ser cuando seas grande? sino ¿quién vas a ser cuando seas grande? Hoy, un par de años después y con una incertidumbre escalofriante frente a mi futuro, afirmo con completa certeza y convicción, que al menos en eso, tenía razón.
No sé qué quiero ser ahora, ni mucho menos qué quiero ser en diez años. No sé cuál es la carrera ideal y honestamente creo que, para saberlo, tendría que probarlas todas. No tengo claros mis intereses, ni mis aptitudes y entre tanta confusión, creo que lo único que he podido pensar es que soy muy joven para estar pensando tanto, con tan ofuscante preocupación. Si hoy pudiera devolverme algunos años, antes de haber cometido un par de errores, me gustaría poder decirme a mí misma que fuera con calma y entendiera que no estar seguro no es un pecado. Con todo respeto, creo que quien se haya inventado que a los dieciocho tenemos que decidir qué vamos a hacer el resto de nuestras vidas le ha dejado una fuerte puñalada a la juventud.
No quiero sonar desagradecida. Al contrario, soy consciente de la fortuna detrás de poder elegir como moldear mi libertad. Tan preciada me parece, que creo que solo está a salvo si recibe la importancia que merece, por mucho tiempo que requiera entender cómo debe ser usada. Creo, además, que parte de esa libertad radica en que cada quien es independiente para definir sus propias metas y motivaciones, y el que logre entender eso ya tiene un paso ganado frente a la pregunta del ¿quién quiero ser? Lo más importante detrás de esa afirmación está en comprender que el éxito de unos puede radicar en la realización profesional, mientras que el de otros puede radicar en un estilo de vida, en encontrar el amor, en formar una familia, en lograr un cambio social y en un millón de posibilidades que, en medio de todo, están bien. Que una pasión no siempre se materializa en una carrera y que a veces, quien busca con muchas ansias perseguir sus pasiones por el camino profesional, ha llegado a olvidar que, para muchos, la rutina puede llegar a ser la mayor mata pasiones. Una vez caemos en cuenta que los sueños y aspiraciones son tantos como la cantidad de personas que hay en el mundo, y que es más el tiempo que pasamos buscando realizarlos que disfrutando realmente la recompensa de haberlos logrado, comprendemos que quizás pesará un poquito más, para la huella que dejemos en este mundo, el tipo de persona que somos en ese camino y la forma en que vemos y tratamos al otro en el proceso de alcanzar esos sueños.
Por un momento olvidémonos del “qué” y pensemos un poco en el “quién”. Esa formación en cuanto a cómo debemos ser como personas, que a veces se resalta mucho en el colegio y se queda corta en las universidades e instituciones de educación superior, tiene gran poder en nuestra realización personal e, incluso, puede llegar a abrir muchas puertas en el campo profesional. No fue mucho tiempo después de haberme arrepentido de algunas decisiones frente a mi libertad, que caí en cuenta que en medio de la monotonía y la desagradable sed por éxito y prestigio, olvide recordar un poco más ese “quien quiero ser”. Olvidé el valor de preguntarme si estaba siendo la mejor versión de mi misma, cayendo en el error que alguna vez juré no cometer, de olvidar reconocer el inmenso valor detrás de aquel que es una buena persona.
Ahora, no pretendo restarles importancia a las cuestiones académicas ni a los planes profesionales, ni mucho menos pretendo contar mi historia de vida que para muchos resultará irrelevante. Pretendo solamente una cosa. Que recordemos el valor detrás de formar personas que son buenos ciudadanos, amigos, hermanos, hijos, padres, esposos y más, antes que profesionales que no son más que un título. Que valoremos al trabajador, pero al trabajador justo y honesto, porque seguramente lo que necesita este país sí es educación, pero no precisamente la “educación” profesional que se refleja, por ejemplo, en el título de un político corrupto más. Sino la educación integral del que saluda y da las gracias. Del que es capaz de pedir perdón y del que es capaz de perdonar. Del que escucha con atención e intenta ponerse en otros zapatos. Del que actúa con la verdad y no es indiferente al sufrimiento de los demás. Del que evita siempre herir a los que quiere, a los que no quiere, y a cualquiera. Y, por último, del que es capaz de verse al espejo y reconocer en sí mismo un valor enorme; exactamente el mismo valor que es capaz de reconocer en el otro, independientemente de dónde venga o de los títulos que tenga.