Horacio Castellanos es considerado el escritor contemporáneo más importante de El Salvador. A finales del año pasado recibió el premio Manuel Rojas que da el gobierno chileno por el aporte a las letras en Latinoamérica. En 2000 estuvo entre los finalistas para obtener el Premio Rómulo Gallegos.
Desde hace tres años Castellanos vive en Iowa a dónde se fue exiliado tras publicar su novela El asco (1997) que le causó muchos problemas por referirse de forma despectiva a varios símbolos nacionales. Sobre la novela, que ha sido editada siete veces en su país, el fallecido escritor Roberto Bolaño dijo: «Su humor ácido, similar a una película de Buster Keaton y a una bomba de relojería, amenaza la estabilidad hormonal de los imbéciles, quienes al leerlo sienten el irrefrenable deseo de colgar en la plaza pública al autor».
Castellanos fue periodista durante el período de la Guerra Civil de El Salvador (1980 y 1992). Como conocedor de primera mano del posconflicto centroamericano se ha convertido en una de las voces más críticas en lo sucesivo a la negociación política entre las guerrillas y el Estado. En un momento en el que el proceso de paz colombiano pasa por un momento dificil, Castellanos sugiere un grado de generosidad para poder sacarlo adelante. En entrevista con Las 2 Orillas explica cuáles son las lecciones que ha dejado la historia de su país, cuál es el papel de la cultura en el proceso que sigue a un conflicto armado y por qué ve en Colombia un potencial importante para las letras.
Usted nació en Tegucigalpa, ha vivido en Ciudad de México, en Frankfurt y ahora en Iowa. ¿Por qué su universo creativo se desarrolla en El Salvador y por qué sigue escribiendo sobre ese país?
Horacio Castellanos: Porque soy salvadoreño. Donde uno nace no importa. Cortázar nació en Bélgica y no es belga. El lugar de nacimiento es muy azaroso. Lo importante es dónde se forma uno, dónde se educa, dónde crea unos sus impresiones más fuertes, dónde crea sus lazos, ya sea de amistad o enemistad, dónde se pasa la adolescencia, la juventud, que son tan determinantes para un universo narrativo posterior.
¿Ha pensado en algún momento escribir una novela que se desarrollen otro país?
H.C.: He pensado, pero como yo no escribo sobre lo que pienso, sino sobre lo que me sale. Hay novelas que suceden en México o en Guatemala pero siempre tienen puesto un pie en El Salvador. Los personajes proceden de allí o van de regreso allá. Son novelas que suceden completamente en México, como la última, El sueño del retorno, o como la primera, La Diáspora que está relacionada con el conflicto armado: un escenario de mi exilio.
Su obra representa de la manera más repulsiva una nación carcomida por el crimen, la ignorancia y la corrupción política. En alguna ocasión le preguntaron a Fernando Vallejo que si escribía como el austríaco Thomas Bernhard y él contestó que había una diferencia: Bernhard odiaba a Austria, mientras que él insultaba a Colombia porque “la quiero y quiero que deje de sufrir”. ¿Qué sentimiento le genera El Salvador?
Vallejo es un sentimental ¿verdad? La mía es una relación de amor-odio. Yo siento por un lado, un enorme desapego. Lo que significa el Salvador es un poco de mi memoria: dónde se produce la obra literaria Y me produce una relación he rechazo-atracción. La materia narrativa tiene que moverse en esos ámbitos. Hay alguien que dijo de El asco algo que me llama la atención: que el asco era una carta de amor pública al país. Y otra persona dijo que era un ejercicio de salud pública. Las relaciones con los países no son abstractas. Un país es muchas cosas: los amigos, la familia, cómo funciona y qué representa el poder en el país. Lo que representa el poder en el país es algo que me repugna mucho. En los momentos en los que yo viví allí, bajo un régimen militar, durante la Guerra Civil hubo tantas masacres… ahora hay otro nivel de violencia y crimen, relacionado con pandillas, con el deterioro absoluto de la sociedad, per me es más ajeno.
En Insensatez evoca el doloroso episodio sobre las masacres de indígenas en El Salvador durante la Guerra Civil. El protagonista es un periodista. Usted sabe que en Colombia ha comenzado un proceso de paz en el que se reclama verdad y verdades. En un escenario de conflicto y negociaciones, ¿qué papel debe cumplir el periodista y el periodismo?
H.C.: Eso depende de la situación de la prensa en cada país. Hay países donde existe una prensa mucho más abierta, un poco más liberal que no responde tan denodadamente a los intereses del capital y del poder político. Pero en un país donde la prensa responde rabiosamente los intereses del capital y el poder político, te voy a decir que no juega ningún papel. Este fue caso del Salvador, los periódicos salvadoreños han jugado un papel nefasto en la historia, porque siempre se han alineado con los intereses y pertenecen a los intereses del gran capital. Con una mentalidad muy reaccionaria y conservadora, todavía hay quienes piensan que Clinton era comunista a la hora de firmar la paz. Por supuesto si usted va y me dice que hay un proceso de esa naturaleza en países como México, Colombia, Argentina, donde hay otro tipo de prensa y distintos niveles y de relación con el capital, seguramente puede jugar un papel más positivo. El periodista responde a su medio, verdad. El periodista puede hacer la investigación más constructiva, fehaciente, generadora de verdad, pero si el editor le dice que no se publica, pues no se publica.
El Salvador dio el paso que está dando Colombia a finales de los 80 y firmó la paz en el 91. Aunque son procesos muy distintos por las circunstancias y los tiempos, ¿qué lecciones de lo ocurrido en El Salvador se podrían aprender?
H.C.: Colombia tiene que aprender más de lo que ocurrió en Guatemala, que de lo que ocurrió en El Salvador. La guerra en El Salvador fue muy intensa. Fueron 10 años con una correlación de fuerzas muy similar. El Ejército salvadoreño casi pierde en un momento, si no llegan los estadounidenses a dirigirlo. La correlación de fuerzas era totalmente distinta. El FNLN se tomó la capital durante una semana. Entonces ahí ese negoció de una manera distinta. Yo creo que cuando lo que se está buscando con una negociación es encontrarle una salida honorable a una fuerza derrotada se requiere mucha flexibilidad. Flexibilidad para ver cómo será esa reincorporación.
El conflicto de El Salvador era tan entrampado, como dos perros mordiéndose en el cuello. Tuvo que entrar la OEA y hubo negociaciones directas entre Estados Unidos y la Unión Soviética para desactivar la última confrontación de la Guerra Fría. Y se logró, nadie ganó. Los militares querían mantener el régimen fascista siempre había tenido. Y los guerrilleros querían montar un comunismo a su manera. Cada quien llevaba su proyecto. Entonces tuvieron que negociar un proyecto intermedio que es la democracia. Ambas partes tuvieron que renunciar a sus objetivos máximos, con criterios mínimos de la democracia. Hoy hay un régimen político bastante funcional, diría yo.
Colombia tiene partidos políticos muy viejos, muy tradicionales. Entonces el manejo que van a hacer para desmovilizar e incorporar a los guerrilleros necesita otro tipo de componentes... En este tipo de conflictos la negociación, sus consecuencias, los espacios que se abren están relacionados con la correlación de fuerzas militar y la correlación de fuerzas con la inteligencia política. Si usted sabe que ya ganó militarmente no se empecine en acabar la guerra militarmente, vea como la incorpora. No trate de derrotarlos del todo porque entonces se van a ir de regreso a la guerra.
Usted se fue por amenazas en su contra cuando escribió El asco. ¿Cómo vive ahora en Estados Unidos eso que la gente llama salvadoreñidad?
H.C.: Es algo que está muy lejos para mí. Mi primer libro de ensayos, Recuento e incertidumbre, que se publicó en El Salvador en 1993, hay un largo ensayo sobre eso: ¿qué es la salvadoreñidad? No sólo en el Salvador, sino en varios países latinoamericanos tenemos identidades bastantes débiles. Son endebles por dos razones: porque nuestras clases dominantes no tienen ningún sentido de nación y han tratado a nuestros países como si fueran fincas y a la población como si fueran peones.
Si la clase dominante no tiene sentido de nación, es muy difícil que la ciudadanía sea fuerte. Eso ocurre en los países centroamericanos. Sus clases dominantes tienen el sentido de identidad en Nueva York o Miami y ven a sus países con un poco de repugnancia. Pero también tenemos un país, con una población mayoritaria que es clave en la construcción de identidad que ha sido sometida a los peores vejámenes casi centurias, tanto bajo la bota del poder militar como del poder oligárquico. Entonces la educación, la cobertura en salud pública son bajísimas. Los valores están muy deteriorados. Un país que asesina a su arzobispo (al que acaban de beatificar después de más de 30 años), por ejemplo, es un país que espiritualmente está mostrando algo.
En El asco usted arremete contra esos valores…
H.C.: Nos aferramos a ciertos valores de los que el personaje de El asco se ríe mucho: la cerveza que pertenece a una familia de millonarios sátrapas, que ahora la vendieron a los surafricanos, la comida etcétera. En realidad esos valorcitos no constituyen la identidad nacional, la identidad hay que buscarla en otras cosas: en el gran sentido de sobrevivencia, por ejemplo, este es uno de los principales valores. El veinticinco 25 por ciento de la población salvadoreña vive en Estados Unidos, es decir, uno de cada cuatro salvadoreños viven en este país. ¿Cómo sobrevive?, ¿a dónde llega y en qué condiciones?, este es un terreno de estudio de valores muy interesante. O la guerra, digamos que el salvadoreño es muy aguerrido. Cuando se decide ir a la guerra todo el mundo se va a la guerra. Esos valores, que no se ven, podrían ser positivos desde una perspectiva.
Hace tiempo entre los escritores se hablaba del compromiso del intelectual con su tiempo. Esa representación esperpéntica de la nación no elude ese compromiso, sino que lo refrenda. ¿Sus novelas son una clave para que la sociedad y el país reflexione sobre sus vicios?
H.C.: Uno escribe por una necesidad interna, no por una necesidad de expresión, ese es mi caso. Es la necesidad de crear una obra artística. Mi visión del mundo se expresa así pero no me hago sus propósitos a la hora de escribir. Si mi obra sirve para que los lectores tengan una mejor visión, más completa de lo que es este país, es algo que está fuera de mis manos. Por las actividades a las que me he dedicado el medio de donde me formé, las familias de las que procedo, siempre estuve muy relacionado con lo que sucedía en términos políticos en el país. Entonces, eso le da toda una textura política a mis libros, aunque sea solo un mensaje de fondo en algunos casos. De ahí que a través de una lectura de mis textos se puede hacer una lectura política o histórica del país. El compromiso yo no lo entiendo en ese sentido sartreano, ni mucho menos, esa locura que se inventaron al calor de la Revolución Cubana. Creo que es de un ser humano comprometido con su tiempo, pero no comprometido por un deber ser, sino porque no lo puede eludir.
¿Cuál cree que es el papel del arte y la cultura en un escenario de posconflicto?
H.C.: De eso hablo con un poco de escepticismo. El gran problema del Salvador no es tanto la producción artística y cultural de la posguerra. El gran problema de El Salvador es que para que haya esa producción artística se requiere de inversión social en varios niveles. Lo que ocurrió fue que se negoció políticamente, se incorporaron todos los actores a la vida política, se crearon condiciones constitucionales: un marco electoral que permitiera respetar los poderes públicos, relevo en el poder, etcétera. Eso funciona en El Salvador. Lo que no funcionó fue la inversión para el pueblo que había peleado esa guerra. La clase política montó un circo eficiente, pero no hubo inversión en salud, en educación. La inversión social en lo que permite que generar medios y recursos para promover la producción cultural en el momento de la posguerra. Pero usted ve el caso del Ministerio de Cultura es una vergüenza. A veces ni siquiera tiene para salarios.
Finalmente, ¿qué piensa de la literatura de autores colombianos?
H.C.: Leo la literatura de Fernando Vallejo, me gustó mucho el libro sobre Barba Jacob. He leído las novelas de Juan Gabriel Vázquez, El ruido de las cosas al caer. Un conocido murió en uno de los aviones que se caen en esa historia. Creo que hay un buen grupo de autores jóvenes como Juan Sebastián Cárdenas que está produciendo cosas muy interesantes. Colombia es un país con un enorme potencial narrativo. Lo que yo me pregunto es hasta donde todo este boom es una consecuencia del gran éxito de García Márquez. Porque cuando un país tiene un escritor de esa envergadura universal, ese país se vuelve productor de gente que sigue esa energía. Nicaragua es un país pobre, un poco más que El Salvador. Pero dio a Darío. Después de él ha dado grandes poetas. Ese fenómeno me llama la atención porque no responde tanto a las condiciones económicas o sociales, sino a la enorme fuerza creativa de un hombre que arrastra a otros creadores.