Desde finales de la década de los cuarenta del siglo pasado, el saneamiento básico —vinculado con el agua potable, el manejo de las aguas servidas y de los residuos—, la salud y la educación se constituyeron como aspectos claves para responder a las necesidades básicas de la gente, vinculadas con los derechos humanos de segunda generación y por lo tanto de directa responsabilidad del Estado, de los gobiernos de la administración pública.
Estos se constituyeron en las razones de fondo para que los distintos Estados incluyeran en las respectivas constituciones un rubro denominado gasto público social, el cual sigue existiendo. Sin embargo, a partir de la década de los noventa entramos en la moda de la transferencia de estos asuntos a la empresa privada, es decir, la privatización. Lo público pasó a ser parte del negocio de los agentes privados, con una clara demostración del desprecio profundo por lo colectivo de parte de los gobernantes.
El caso de la salud pública es una clara demostración de dicho desprecio. En el caso colombiano, cerca de cuarenta billones de pesos se destinan a este rubro anualmente. Sin embargo, si la inversión se contrasta con la oportunidad, calidad y eficacia en la prestación del servicio a los colombianos, deja mucho que desear, sobre todo en tiempo de la emergencia del COVID-19. De hecho, es evidente que incluso ahora los recursos siguen fluyendo hacia el torrente del sector financiero, mientras que la capacidad y efectividad del servicio sigue demostrando vacíos.
Ojalá esta situación nos haga reflexionar para revisar críticamente este tipo de equivocaciones y poder corregir de fondo la debilidad institucional para la prestación del servicio.