Cada puente festivo se enfermaba de algo. Primero, una bronquitis. Quince días después, una soltura de estómago que no le dejaba ni siquiera ir al baño: “¿Cómo voy a ir al médico si de pronto… en el taxi?”. El jefe le creyó y pasó de agache. Un mes después, lo atacó el asma. Otro puente, fue un bajón del azúcar y, casi dos meses más tarde, una taquicardia que casi lo mata. “La situación es tan grave, que ya pedí una lápida fiada”.
Lo grave fue cuando decidió acabar con la familia. Al mejor estilo de Truman Capote, detalló a “sangre fría” que su abuela había muerto en un accidente automovilístico. Pocos días después, su abuelo montando en la montaña rusa y un tío en un accidente mientras bajaba de un andén. En marzo para una Semana Santa “acabó” con la vida de un hermano. Entre sollozos llamó al superior jerárquico para decirle que no podía faltar al entierro ni al triduo de misas y si dejaba de ir al novenario sería un alma inmisericorde: “Y no me quiero ir al infierno, jefecito”.
El 8 y el 26 de diciembre murieron confidencialmente su madre y otro tío. Luego, el 1º de enero falleció el segundo hermano. Pero transcurridos los días de farra, con tufo y todo, llegaba a la oficina: “Ya pasé el mal momento y hay que seguir adelante, aunque la vida es dura”.
Sin embargo, la tramoya se vino a pique cuando publicó en las redes sociales una foto con la abuela, el abuelo, los tíos, los hermanos, la mamá y hasta con el gato de la casa. Celebraban el cumpleaños de la tatarabuela. “Felices de estar con vida”, decía la nota. Cuando le llamaron la atención por haber acabado con toda la familia para faltar al trabajo y comprobar que estaban vivos, miró con indignación al jefe y le preguntó: “¿Es que usted no cree en los milagros?”