Un día de 1977, en una de mis primera visitas a un viejo almacén de discos del centro de Barranquilla denominado discos Daro, que manejaba un reconocido melómano y musicógrafo barranquillero, el maestro Rafael Oñoro Urueta, lugar en el que compré con mis primeros sueldos los que sin duda serían los ejemplares iniciales de mi pequeña discoteca, encontré un disco que sirvió para que naciera una indeclinable admiración por la guitarra flamenca y por uno de sus más importantes intérpretes en toda la historia de esta música: Paco de Lucía.
Tocado desde pequeño por la música y la guitarra flamenca, por influencia quizá de mi padre y de madre, que eran muy aficionados a este género, el disco de las Canciones de García Lorca para guitarra (1965) de Paco de Lucía y Ricardo Modrego, unos de los iniciales de su carrera, pasaría a ser el punto de encuentro definitivo para lo que sería una especial admiración por este guitarrista español. Aquello era una rareza, pero en Daro era frecuente tener sorpresas como esa. Y yo lo compré más por Lorca que por la guitarra.
Vendrían luego a mis oídos tres producciones históricas en su discografía: Entre dos aguas (1973), una rumba que le cambiaría la andadura a la música flamenca y la pondría en todas la listas de éxito internacional. Aún conservo los acetatos de ese y de dos discos más de gran significación personal para mí, conseguidos también en aquel viejo almacén: Almoraima (1976) y Paco De Lucía interpreta a Manuel de Falla (1978). Este último puede ser considerado, sin duda, como una de las aproximaciones más impactantes y revolucionarias a la música de un genio como Falla, con la participación del que llegaría a ser uno de los grupos españoles pioneros de la fusión del jazz y el flamenco. Hablo del Grupo Dolores con nombres como Jorge Pardo y Ramón Dantas, que al lado de Paco ponen aquella música en alturas ciertamente inalcanzables.
Pero lo que constituyó un verdadero acontecimiento musical para mi historia personal, y para Barranquilla, ocurriría en 1979, o tal vez en 1980. Yo había salido de recibir mis clases en la Universidad del Atlántico y caminaba rumbo al viejo Teatro Metro (depredado por la pica del progreso) donde quería ver una película antes de ir a casa en aquella noche.
Noté que había una larga fila frente a la taquilla del Metro 2 y me acogí al orden correspondiente. Pero al llegar la hora de comprar mi boleto, la sorpresa fue que no había programada ninguna película esa noche, sino un concierto de Paco de Lucía. Yo no lo podía creer, pero compré mi entrada sin dudarlo y la experiencia sería en verdad un estremecimiento excepcional en mi vida de aficionado a la música.
El teatro estaba lleno y Paco salió a escena acompañado por las guitarras de su hermano Ramón Algeciras y del joven Juan Rebato Aponte, para entregarnos un programa que parecía pensado para hacer una inducción a la historia de la guitarra flamenca, sus aires y ámbitos de procedencia: Alegrías, de la Provincia de Cadiz; Taranta, de la Provincia de Levante; la joya de la noche que fue una Guajira, anunciada como influencia cubana del siglo XVI; Bulerías, Zapateado, y Panaderas Flamencas, glosada también como Música Castellana del siglo XVI.
Era aquella una primera parte que ahora miro y recuerdo como la presentación de un repertorio producto de una investigación musical.
Le seguía una segunda parte con Soleá, de Triana (Sevilla); Fandangos, de la Provincia de Huelva; Rondeña, marcada como una Ronda de Málaga; una versión inolvidable de la Malagueña de Lecuona; y para finalizar una Rumba Flamenca en improvisación. Visto hoy, ese programa nos parece un lujo de panorama musical pedagógico concebido para un público que había ido sin saber un poco qué podía encontrar. ¿Acaso se lo imaginaba siquiera?
El volante en blanco y negro que contenía por ambas caras el programa de mano del concierto, que aún conservo como uno de los tesoros de mi memoria musical, anunciaba también, como atractivo de la presentación, que Paco de Lucía interpretaría también “temas de su último L.P. dedicado a Manuel de Falla”, pero aquello no ocurrió. Tal vez al final, como bis, nos regaló un breve fragmento de El Sombrero de tres picos, pero no lo recuerdo bien.
Ahora, cuando ha muerto hace unos días apenas en las playas de un pequeño pueblo de México donde vivía, saco de mi archivo este programa y vuelve a sonar en mis recuerdos la música de aquella noche prodigiosa en Barranquilla, y se mueven de nuevo en mi mente las imágenes de aquel viernes sin exacta fecha en que, casi por azar, conocí a una de la más fascinantes personalidades de la guitarra contemporánea.